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Los males de nuestro tiempo

Un diagnóstico de las raíces de los males de nuestro tiempo.

Una invitación a recuperar la savia destilada por la sabiduría antigua como remedio para aliviar al menos los desarreglos que padecemos.

Hay malestar en nuestro tiempo, el desarrollo y progreso económicos no nos traen la felicidad prometida. El ser humano persigue el bienestar material creyendo que así será feliz, pero tal anhelo no se realiza. ¿Cuál es el origen, la fuente de ese malestar?¿Cuáles los males que nos aquejan? G. Reale, filósofo italiano, intenta asomarse al fundamento último, la fuente, la raíz de aquellos males. Giovanni REALE nació en Candia Lomellina (Pavia) el 15 de abril de 1931- falleció el 15 de octubre de 2014. Sus intereses se ubican a lo largo de todo el arco del pensamiento antiguo pagano y cristiano, y sus contribuciones de mayor relieve tocaron Aristóteles, Platón, Plotino, Sócrates y Agustín. De la mano de la sabiduría antigua intenta adentrarse en el análisis del origen de los males de nuestro tiempo. Su tesis de fondo es la siguiente: la filosofía griega creó aquellas categorías y ese peculiar modo de pensar que consintió el nacimiento y el desarrollo de la ciencia y de la técnica del occidente.

Lo que él propone “no es para nada un regreso acrítico a ciertas ideas del pasado sino más bien la asimilación y la fruición de algunos mensajes de la sabiduría antigua, que, bien acogidos y meditados, pueden, si no curar, al menos aliviar los males del hombre de hoy, corroyendo las raíces de donde derivan" (Sabiduría antigua). En una semejante perspectiva, también puede adquirir un valor eminentemente filosófico el pensamiento de Séneca, injustamente descuidado por una larga tradición que no le ha reconocido alguna ciudadanía filosófica: en La filosofía de Séneca como terapia de los males del alma, Reale retoma, una vez más, la idea que la filosofía de los antiguos - en este caso, la de Séneca - puede constituir un fármaco para el ánimo desgarrado del hombre moderno. Presentamos en forma resumida el prólogo de una de sus obras "La sabiduría antigua", un diagnóstico de las raíces de los males de nuestro tiempo y una invitación a recuperar la savia destilada por la sabiduría antigua como remedio para aliviar al menos los desarreglos que padecemos.

Giovani REALE, filósofo italiano

El hombre moderno cree experimentalmente a veces en este, a veces en aquel valor, para abandonarlo después; el círculo de los valores superados y abandonados es siempre muy vasto; constantemente se advierte más el vacío y la pobreza de valores-, el movimiento es incontenible [...]• Esta que les cuento es la historia de los próximos dos siglos. (E NlETZSCHE, Fragmentos póstumos)

Estoy intentando persuadiros [...], oh jóvenes y ancianos: no debéis tener cuidado de vuestros cuerpos, ni de las riquezas, ni de ninguna otra cosa con mayor empeño que de vuestra alma, de modo que se vuelva buena lo más posible, insistiendo en que la virtud no nace de las riquezas, sino que de la misma virtud nacen las riquezas y todos los demás bienes para los hombres, sea en lo privado o en lo público. (PLATÓN, Apología de Sócrates)


Sobre los males del hombre contemporáneo se habla en libros, revistas y periódicos. En la aproximación al tema pocas veces, sin embargo, se llega al punto esencial de esos problemas; muy raramente se individualiza con claridad el fundamento último, la fuente, la raíz de aquellos males. Quien trata de curar sólo los efectos de los males y no sus causas obtiene resultados bastante limitados en el tiempo y de consistencia muy exigua.

George Orwell en su obra 1984 y Aldous Huxley en su Brave New Worl nos ayudan a tomar conciencia de estos males. La novela de Orwell 1984 representa el mal del absolutismo encarnado en el comunismo de Stalin. El jefe del Estado, o bien, el «Gran Hermano» (cuya imagen aparece en todas partes, pero que, aun así, jamás fue visto por nadie en persona), el «Partido», el «Ministerio del Amor», el «Ministerio de la Verdad», con sus funcionarios omnipotentes que despojan totalmente a los súbditos no sólo de su libertad, sino también de toda consistencia humana. Los ciudadanos se convierten, así, en verdaderos esclavos del sistema, dispuestos incluso a las traiciones más infames, para servir al Estado. El protagonista de la novela, al igual que los otros súbditos, es reducido finalmente a una mera larva humana que vive una vida carente de sentido. Él se había vencido a sí mismo de la manera deseada por el sistema, es decir, había anulado su propia identidad. Puesto sobre el banquillo de los acusados, «confesaba todo, traicionaba y comprometía a todos», por lo tanto, se anulaba a sí mismo como hombre libre y como individuo. «Amaba al Gran Hermano», esto es, la nada personificada.

1984 resulta una espléndida representación de un sistema que comporta la destrucción de los más altos valores humanos, con el siguiente resultado: transformar al hombre en una larva que se mueve en la nada. En la realidad no sólo no se ha verificado lo que la novela profetizaba, sino que, por el contrario, se han hecho realidad las premisas que llevaron a la disolución del sistema de Stalin. La disolución del imperio comunista, si bien ha resuelto uno de los problemas de fondo, ha dejado abiertos todos los otros problemas relacionados a aquel vacío interior del hombre descrito en 1984.

En 1931, Aldous Huxley con su obra Un mundo feliz presentaba una sociedad distinta a la del Estado comunista pero también totalitaria, puesto que estaba estructurada y planificada sobre la base de formas de racionalismo cientificista y de productivismo tecnológico llevados al exceso, todo en función del Progreso y de su actuación, entendido como Absoluto. Una sociedad estructurada de este modo resuelve, por cierto, toda una gama de problemas humanos: garantiza bienestar y continuo desarrollo. Sin embargo, el precio requerido a todos y a cada uno de los ciudadanos es uno solo, pero, evidentemente, muy elevado: la renuncia a la libertad. El arte verdadero, la búsqueda del saber, la autonomía espiritual y los profundos sentimientos del espíritu humano son considerados males y son reprimidos. Aun así, cada uno en esta sociedad se considera feliz. Los nacimientos son bien planificados y controlados genéticamente, y cada uno, desde su origen, es adoctrinado con sofisticadas y refinadas técnicas y modelado psicológicamente mediante un complejo sistema de condicionamientos de todo género.

Naturalmente, también en esta sociedad, aunque en forma distinta de la descrita por Orwell en 1984, se transforma al ser humano en un pálido espectro de aquello que era anteriormente, vaciándolo completamente, en función del Progreso erigido en ídolo. En la convicción de darle todo, esta sociedad reduce el hombre a nada y lo arroja en el báratro del nihilismo. Huxley llega a poner muy claramente en evidencia el nihilismo que radica en este tipo de sociedad. En efecto, los engranajes del sistema programado y absolutizado consideran la verdad, la belleza y la ciencia libre como males y peligros públicos. Finalmente, Dios, en la sociedad del absolutismo tecnológico, «se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto [...] Dios no es compatible con las maquinarias, con la medicina científica y con la felicidad universal». El sentido de fondo de la novela de Huxley corresponde a la amenaza que avanza sobre la sociedad de hoy. Se trata de un peligro mucho más grave que el descrito por Orwell. Mientras el mundo de 1984 se fundaba sobre la violencia, su Mundo Nuevo se imaginaba como fundado en base a criterios opuestos y, precisamente por este motivo, la amenaza era más incisiva y dañina. Escribe Huxley: «La sociedad descrita en 1984 es una sociedad controlada casi exclusivamente por el castigo y por el temor al mismo. En el mundo imaginario de mi fábula, el castigo es raro y, en general, moderado. El gobierno ejerce su control, casi perfecto, induciendo sistemáticamente la conducta deseada y, para hacerlo, recurre a varias formas de manipulación física y psicológica, casi no-violentas, y a la fabricación genética estándar. No es imposible la fecundación in vitro, como tampoco lo es el control centralizado de la reproducción; pero queda claro que nuestra especie seguirá siendo en el futuro, y por muchos años, una especie vivípara que se reproduce casualmente. Puede ser que, por motivos prácticos, se excluya la fabricación genética estándar. El control sobre la sociedad continuará ejerciéndose, de todos modos, después de que ese hombre haya venido al mundo; mediante el castigo, como sucedía en el pasado y, cada vez más, con métodos más eficaces, por medio de premios y de manipulación científica».

El mismo Huxley reconocía que, mientras lo que describía en su novela escrita en 1931 había sido proyectado muy adelante en el tiempo (es decir, en el cuarto milenio d.C. ), en realidad, ya estaba verificándose en el siglo XX, mucho antes de lo previsto. Hoy, aquello que Huxley proclamaba a mediados del novecientos se ha convertido en una práctica bastante común: la profecía de Un mundo feliz se ha cumplido con una exactitud fatal, que no tiene comparación en el caso de la de Orwell. De hecho, la correspondencia entre el maravilloso mundo feliz y nuestra condición existencial son literalmente alucinantes. Nuestra forma de vida edificada sobre intereses materiales, tecnológicos, industriales, sobre el éxito y el dinero, ha empobrecido radicalmente al hombre. Y, sobre todo, son las nuevas generaciones las que sufren las peores consecuencias.

Konrad Lorenz después de haber descrito los efectos que produce sobre los hijos el tipo de vida llevado por sus padres, caracterizaba el estado de ánimo de muchos jóvenes de hoy de la siguiente manera: «Hay poco de qué asombrarse si los jóvenes no parecen apreciar mucho las formas de democracia en las que se reconocen —al menos verbalmente— sus padres. ¿De dónde, pues, ha de tomar el joven sus ideales? Ya es una gran fortuna si no se aficiona a falsos ideales, a pseudo-religiones, o si no se refugia, sin más, en la droga. Si pide panem et circenses, como hace tiempo la plebe romana, es que las cosas, por cierto, no van mejor. Aldous Huxley tradujo todo esto al lenguaje de nuestro siglo de la siguiente manera: «Dadme televisión y hamburguesas y hacedme el grandísimo favor de dejarme en paz con vuestras prédicas sobre la libertad y la responsabilidad». La búsqueda de la diversión a cualquier precio es el preocupante opuesto a la alegría del juego creativo. Esta pasividad es animada por un estado del espíritu desganado y perezoso que caracteriza no sólo al hombre cansado, sino también al hombre saciado, por no decir sobrealimentado».

Veremos cómo todo esto (falta de ideales, pérdida de los valores supremos, ausencia de Dios como ámbito de los valores supremos) es propiamente el «nihilismo», que fue descrito por Nietzsche de manera casi perfecta. Mucho antes que Orwell y Huxley, y con una potencia mucho más incisiva y trágica, Nietzsche fue profeta del triunfo del nihilismo: él previo que el nihilismo sería el rasgo dominante del siglo XX en adelante. Y justamente lo que se ha verificado en el siglo XX es aquello que Nietzsche predijo; y, a mi juicio, todos los males que sufre el hombre de hoy tienen su origen en el nihilismo.

Una enérgica cura de estos males implicaría su erradicación, es decir, la victoria sobre el nihilismo a través de la recuperación de los ideales y valores supremos y de la superación del ateísmo, vale decir, de aquella «muerte de Dios» de la cual Nietzsche no dudó en gloriarse. Pero no es una operación fácil, puesto que implica una verdadera revolución espiritual. Este libro, obviamente, podrá constituir una minúscula chispa entre las cenizas. En efecto, quisiera que estas páginas lograran que el lector esté más dispuesto a escuchar el mensaje realmente constructivo de la sabiduría antigua, como un verdadero tratamiento de los males del hombre de hoy. Un «retorno» meditado a las raíces de nuestra cultura, para un rescate de su alimento, podría ayudar al hombre contemporáneo, tan deteriorado espiritualmente, a recuperarse y, tal vez, a curarse. En estos últimos años, algunos han tratado de cancelar el pasado. Pero este modo de proyectarse hacia el futuro termina por cancelar el mismo porvenir, porque desaparece un pasado con el cual confrontarse, un pasado cuya sabiduría bien puede contribuir a iluminar las necesidades, las inquietudes, las esperanzas y los dolores que se viven en nuestra época.

En esos países que han sido víctimas del marxismo, los jóvenes, vaciados casi enteramente de todo ideal a causa del sistema introducido por el socialismo real, tienen una gran necesidad de encontrar algunos puntos estables de referencia para un regreso a la vida espiritual. Se ha comprendido muy bien el error cometido: para eliminar lo que en el pasado parecía caduco, se ha querido eliminar todo, cortando la planta desde sus mismas raíces y, por lo tanto, bloqueando la savia vital que de estas derivaba.

El futuro al que se aferraban se había revelado lleno de amenazas y, en consecuencia, había desaparecido la fe en un porvenir más o menos radiante. Pero la compresión del tiempo aquí implicada no es únicamente una característica de los experimentos del llamado socialismo real. También la podemos ver en las formas de vida de nuestro Occidente, en su aparente libertad, donde la «crisis del futuro «es ya en este momento «agonía planetaria» a la que se opone a menudo un puro regreso a la tradición. Lo que yo propongo aquí no es en absoluto un regreso a-crítico a ciertas ideas del pasado, sino la asimilación y fruición de algunos mensajes de la sabiduría antigua que, si son bien asimilados y meditados, aunque no logren curar completamente, pueden al menos atenuar los males del hombre de hoy, erosionando las raíces de las cuales derivan. En la Antigüedad sabían estudiar al hombre bajo ciertos aspectos con más profundidad que hoy en día, porque trataban de moverse precisamente no sólo en la superficie de las apariencias, sino contemplando también los fundamentos metafísicos de la condición humana.

Tres pasajes de Séneca, en los que el filósofo de Córdoba habla de los beneficios de la sabiduría que él mismo obtuviera, ilustran perfectamente el objetivo que me propongo:

Me he alejado no tanto de los hombres cuanto de las cosas y, sobre todo, de mis negocios: me ocupo de los asuntos de la posteridad. Escribo cosas que podrían ayudar; confio consejos saludables a mis escritos, como si fueran útiles recetas de medicina; he experimentado la eficacia sobre mis heridas que, aunque no fueron curadas completamente, no obstante, han cesado de extenderse» {Cartas a Lucillo, 8, 2).

«En la Antigüedad, tenían la costumbre, conservada hasta nuestros días, de escribir al inicio de las cartas: “Si estás bien, estoy contento; yo estoy bien”. Nosotros decimos, justamente: “Si te dedicas a la filosofía, estoy contento”. En efecto, estar bien es precisamente esto. Sin la filosofía el alma está enferma; y el cuerpo, aunque tenga fuerzas, está sano como puede estarlo el de un loco o el de un desatinado. Por este motivo, si quieres estar bien, cuida en especial la salud de tu alma y, después, la del cuerpo, lo que no te costará mucho» (Op cit., 15, 1-2).

«Te diré qué cosa, pues, me ha servido de consuelo; pero antes que nada quisiera decirte que estas cosas en las que encontré alivio han tenido para mi la eficacia de una medicina; las buenas exhortaciones se transforman en medicinas y cualquier cosa que alivie el alma favorece también al cuerpo. El estudio ha sido mi salvación; es mérito de la filosofía si me levanto del lecho, si me cuido: a ella debo la vida, aunque ésta sea la menor deuda que tengo con ella» (Op. cit., 78, 3).

Fuente: G. REALE: La sabiduría antigua. Prólogo (resumido)


Ver también: Otra de las “fuentes” de inspiración de una izquierda decadente: el nihilismo


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