SÉNECA: Sobre la brevedad de la vida (II)
¿Qué hacemos con la propia vida?
Llama a tu vida para echar cuentas
Séneca continúa con su reflexión sobre la filosfía de la vida de sus contemporáneos, cómo vive la gente, cómo ha enfocado su vida, en qué ha empleado su tiempo…. Según Séneca «la brevedad de la vida» es solo para aquellos que la malgastan en actividades alejadas de lo esencial, distanciados de la pasión por la búsqueda de la sabiduría en el «arte de vivir». “El tiempo que tenemos no es corto; es que perdemos mucho. La vida se nos ha dado con largueza suficiente para emplearla en la realización de cosas de
máxima importancia, si se hace buen uso de ella. Pero cuando se disipa entre lujos y negligencias y se gasta en cosas inútiles, cuando llega el último trance inexorable, sentimos que se nos ha ido la vida, sin reparar siquiera que se va”. (Lucio Anneo Séneca)
Una invitación la que nos hace el autor a reflexionar sobre nuestra propia filosofía de vida, sobre la brevedad de ese espacio de tiempo que se nos concede; sobre la responsabilidad de cada uno para dedicar el tiempo a la búsqueda de lo esencial, desechando lo banal, lo trivial y lo supérfluo…. orillando nimiedades y menudencias intrascendentes y encaminarnos en pos de lo esencial.
- No se encuentra nadie que quiera repartir su dinero. Sin embargo, ¡entre cuántos distribuye cada uno su vida!
- «Vemos que has llegado al extremo de una vida humana, cien o más años te agobian: venga pues, llama a tu vida para echar cuentas. Saca cuánto de ese tiempo se ha llevado tu acreedor, cuánto tu amiga, cuánto tu rey, cuánto tu cliente, cuánto las peleas con tu esposa, cuánto las reprimendas a tus esclavos, cuánto tus oficiosas caminatas por la ciudad; añade las enfermedades que cogemos por culpa nuestra, añade también el tiempo que ha pasado sin provecho: verás que tienes menos años de los que calculas.
- ¿No te da vergüenza reservar para ti solo los restos de tu vida y destinar a la beneficiosa reflexión solamente el tiempo que ya no puedes dedicar a cosa alguna? ¡Qué tarde es empezar a vivir precisamente cuando hay que dejarlo!
- La deshonra de quienes se dan al vientre y a la lascivia es infame.
- A vivir hay que aprender durante toda la vida y, cosa que quizá te extrañe más, durante toda la vida hay que aprender a morir.
- Tantos grandísimos hombres, abandonando toda impedimenta, hasta sus últimos instantes sólo hicieron esto: ir sabiendo vivir, aprendiendo a vivir; los más de ellos, sin embargo, se marcharon de la vida tras reconocer que aún no sabían: cuánto menos sabrán ésos.
(…) tú nunca te has dignado mirarte ni escucharte. Así pues, no tienes por qué hacer valer ante nadie esos buenos oficios, puesto que, cuando los llevabas a cabo, en realidad no querías estar con otro, sino que no podías estar contigo. Aunque todos los talentos que en algún momento han brillado están de acuerdo en este solo punto, en ningún momento se admirarán bastante de esta ofuscación de la mente de los hombres.
No consienten que nadie invada sus fincas y, si surge un pequeño conflicto sobre la dimensión de los terrenos, acuden corriendo a las piedras y a las armas: dejan que otros entren en su vida, es más, ellos mismos introducen incluso a sus futuros propietarios. No se encuentra nadie que quiera repartir su dinero: ¡entre cuántos distribuye cada uno su vida! Son estrictos a la hora de conservar su patrimonio, en cuanto hay ocasión de malgastar el tiempo, pródigos por demás con lo único en lo que la avaricia resulta honorable. Así pues, es bueno coger aparte a alguno de la multitud de los más viejos: «Vemos que has llegado al extremo de una vida humana, cien o más años te agobian: venga pues, llama a tu vida para echar cuentas. Saca cuánto de ese tiempo se ha llevado tu acreedor, cuánto tu amiga, cuánto tu rey, cuánto tu cliente, cuánto las peleas con tu esposa, cuánto las reprimendas a tus esclavos, cuánto tus oficiosas caminatas por la ciudad; añade las enfermedades que cogemos por culpa nuestra, añade también el tiempo que ha pasado sin provecho: verás que tienes menos años de los que calculas. Haz memoria de cuándo te has mostrado firme contigo mismo en tus propósitos, de cuántos de tus días han terminado como tú habías previsto, de cuándo has tenido provecho de ti mismo, cuándo una expresión natural, cuándo un espíritu intrépido, qué obras tuyas quedan hechas en tan largo tiempo, cuántos te han robado la vida sin que tú te percataras de lo que perdías, cuánto se han llevado el dolor inútil, la alegría necia, la codicia ansiosa, la conversación huera, qué poco te han dejado de lo tuyo: comprenderás que mueres prematuramente».
¿No te da vergüenza reservar para ti los restos de tu vida y destinar a la beneficiosa reflexión solamente el tiempo que ya no puedes dedicar a cosa alguna?
¿Qué hay, entonces, en este caso? Que como si siempre fuerais a vivir vivís, nunca se os hace presente vuestra fragilidad, no observáis cuánto tiempo ha transcurrido ya; lo perdéis como si hubiera a rebosar y en abundancia, mientras que quizá precisamente ese día que consagráis a algo, bien una persona, bien una cosa, sea el último. Todo lo teméis como mortales, todo lo queréis como inmortales. Oirás que dicen los más: «A los cincuenta me refugiaré en el ocio, los sesenta me librarán de mis obligaciones». Y, en definitiva, ¿qué garantías de una vida más larga recibes? ¿Quién dará su consentimiento para que eso salga como dispones tú? ¿No te da vergüenza reservar para ti los restos de tu vida y destinar a la beneficiosa reflexión solamente el tiempo que ya no puedes dedicar a cosa alguna? ¡Qué tarde es empezar a vivir precisamente cuando hay que dejarlo! ¡Qué olvido tan necio de la condición mortal, diferir hasta los cincuenta o los sesenta años los buenos propósitos y querer comenzar la vida desde un punto adonde pocos la han prolongado!
A los más poderosos y encumbrados en lo alto verás que se les escapan palabras según las cuales optan por el ocio, lo alaban, lo prefieren a todos sus bienes. Desean en esos momentos, si es posible sin riesgo, bajar de su pedestal; en efecto, aunque nada la dañe o golpee desde fuera, la prosperidad se derrumba sobre sí misma. El divino Augusto, a quien los dioses respaldaron más que a ninguno, no dejó de pedir para él reposo y de pretender un descanso de la política; cualquier conversación suya siempre recaía en que esperaba el ocio; distraía sus afanes con este consuelo, dulce, aunque falso: alguna vez él iba a vivir para él. En una carta enviada al Senado, después de asegurar que su reposo no iba a estar exento de dignidad ni en contradicción con su anterior gloria, he encontrado estas palabras: «Pero eso se puede con más gusto hacer que prometer. A mí, sin embargo, el deseo de un tiempo tan ansiado por mí me ha llevado, puesto que la alegría de la realización se demora aún, a anticipar algún placer con el encanto de las palabras». El ocio le pareció un asunto de tanta importancia que, como no podía en la práctica, se lo tomaba por adelantado con el pensamiento. Él, que todo lo veía pendiente sólo de él, que determinaba la suerte de hombres y naciones, soñaba lleno de alegría el día en que se despojaría de su grandeza. Había comprobado cuánto sudor le costaban aquellos bienes que resplandecían por todas las tierras, cuántas preocupaciones veladas ocultaban: obligado a entablar combate contra sus conciudadanos primero, después contra sus colegas, finalmente contra sus parientes, derramó sangre por tierra y por mar. Llevado por la guerra a través de Macedonia, Sicilia, Egipto, Siria y Asia, y prácticamente todas las costas, dirigió sus ejércitos, hastiados de matanzas de romanos, a las guerras exteriores. Mientras pacifica los Alpes y reduce a los enemigos que habían irrumpido en medio de la paz y del imperio, mientras traslada las fronteras más allá del Rin y del Éufrates y del Danubio, en la propia Ciudad se afilaban contra él los puñales de Murena, de Cepión, de Lépido, de Egnacio, de otros. Aún no había escapado a sus acechanzas, y su hija y tantos jóvenes nobles atados por el adulterio como por un juramento aterrorizaban su edad ya quebrantada, y Julo y de nuevo una mujer que se hacía temible al lado de un Antonio. Estas llagas las había extirpado junto con los miembros mismos: renacían otras; como un cuerpo sobrecargado de sangre, a cada momento reventaba por alguna parte. Así pues, ansiaba el ocio, con la esperanza y el pensamiento de él se aliviaban sus afanes; éste era el anhelo de quien podía hacer que todos vieran realizados sus anhelos. (…) Está de más recordar a los muchos que, aun cuando a los demás les parecían los más dichosos, dieron un auténtico testimonio contra sí mismos, abominando de toda la actividad de sus años; pero con estas quejas ni cambiaron a los demás ni a sí mismos; en efecto, una vez que han estallado en palabras, los sentimientos recaen en sus costumbres.
Vuestra vida, por Hércules, pese a que se prolongue más de mil años, se reducirá a unos estrechísimos límites: esos vicios no dejarán ningún siglo sin engullir. Mas este espacio que, por más que la naturaleza lo cruza corriendo, la razón ensancha, es inevitable que se os escape rápidamente; pues no lo cogéis ni lo retenéis ni ponéis freno a la cosa más fugaz de todas, sino que dejáis que se esfume como una cosa superflua y subsanable. Ahora bien, en primer lugar, cuento a los que no tienen tiempo para nada más que para el vino y la lascivia; pues nadie está más vergonzosamente ocupado. Los demás, aunque se dejan cautivar por una imagen vana de la gloria, se extravían sin embargo con cierta dignidad; aunque me enumeres a los avaros, a los iracundos y a quienes ponen en práctica odios o guerras injustos, todos ésos obran mal con más hombría: la deshonra de quienes se dan al vientre y a la lascivia es infame. Registra todos sus momentos, fíjate en cuánto tiempo pierden haciendo cálculos, cuánto tiempo urdiendo engaños, cuánto tiempo sintiendo miedo, cuánto tiempo cortejando, cuánto tiempo siendo cortejados, qué cantidad les roban los pleitos suyos y ajenos, qué cantidad los convites, que son ya una auténtica obligación: verás cómo no los dejan respirar, ya sean sus males, ya sean sus bienes.
A vivir hay que aprender durante toda la vida y, cosa que quizá te extrañe más, durante toda la vida hay que aprender a morir.
En fin, todo el mundo está de acuerdo en que un hombre obsesionado no puede ejercer ningún oficio, ni la elocuencia ni las profesiones liberales, ya que su espíritu distraído no deja recalar nada en su fondo, sino que todo lo vomita como si se lo hubieran embutido a la fuerza.
Nada es menos propio de un hombre obsesionado que el vivir: de ninguna otra cosa es más difícil el aprendizaje. Los cultivadores de otras ciencias se hallan por todas partes y en gran número, pero en algunas de ellas personas muy jóvenes parecen haberse instruido tan bien que podrían instruir sobre ellas: a vivir hay que aprender durante toda la vida y, cosa que quizá te extrañe más, durante toda la vida hay que aprender a morir. Tantos grandísimos hombres, abandonando toda impedimenta, una vez que habían renunciado a las riquezas, a los cargos, a los placeres, hasta sus últimos instantes sólo hicieron esto: ir sabiendo vivir; los más de ellos, sin embargo, se marcharon de la vida tras reconocer que aún no sabían: cuánto menos sabrán ésos.
Fuente: SÉNECA: De la brevedad de la vida.
(1) Lucio Anneo SÉNECA (Córdoba, 4 a. C.-Roma, 65 d. C.), fue un filósofo, político, orador y escritor romano conocido por sus obras de carácter moral. Séneca pasó a la historia como uno de los máximos representantes del estoicismo. Delineó las principales características del estoicismo tardío, del que junto con Epícteto y Marco Aurelio está considerado su máximo exponente. El diálogo Sobre la brevedad de la vida fue escrito con toda probabilidad hacia el año 55.
Ver también la SECCIÓN: LA CULTURA DE LA VIDA