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SIN CULTURA SERÍAMOS UNOS SERES NIMIOS, INSIGNIFICANTES

Sin cultura, seríamos algo nimio, insignificante, en medio de la naturaleza.

Ver 1ª parte

La sustitución de los procesos de adaptación orgánica por procesos de adaptación cultural ha convertido a nuestra especie en la especie más adaptable a todos los medios. La evolución cultural es capaz de realizaciones muy superiores a la evolución biológica.

Las adquisiciones biológicas tienen muchas probabilidades de persistir. El bagaje que nos permite progresar como especie ya no está contenido en los cromosomas sino en la cultura. Es la sabiduría atesorada de generación en generación. Esta no se transmite ya por un proceso genético sino a través de educación. El hombre es un animal prodigiosamente educable; al venir al mundo posee pocos comportamientos innatos. Tiene que aprenderlo casi todo, y el mismo trabajo educativo tiene que volver a empezar a cada generación. Si un inmenso cataclismo atómico destruyera la totalidad de los países desarrollados y sólo permitiera sobrevivir a algunas tribus de Nueva Guinea el mundo retrocedería siete u ocho mil años. Se tendría que empezar todo de nuevo; la humanidad tendría que recorrer de nuevo el mismo camino.

La cultura, adquirida por cada uno de nosotros gracias a la educación determina esencialmente nuestra personalidad. Somos más el resultado de la educación que de la herencia biológica. A partir de un sustrato filogenético común a la especie somos sobretodo el resultado de nuestro viaje con quienes nos han educado, nuestros padres, familia, escuela, barrio, amistades… Los procesos educativos son la herramienta más adecuada para la transmisión a las jóvenes generaciones de la rica experiencia y sabiduría acumuladas por las generaciones que nos han precedido y en el seno de la sociedad humana constituyen la gran baza para el progreso individual y colectivo. Nuestro genoma nos aporta como máximo algunas predisposiciones que nuestra educación explotará o inhibirá. La personalidad del hombre no es nada sin la cultura. Es la que define nuestra identidad.

Las consecuencias de la sustitución de la evolución biológica por la evolución cultural

Las consecuencias de la sustitución de la evolución biológica por la evolución cultural son considerables. La evolución biológica y la evolución cultural difieren profundamente en su naturaleza.

La primera, basada en la mutación, es el fruto del azar, guiado por la necesidad. Se realiza al precio de un gasto inmenso, y sus éxitos son ínfimos en relación con la gran cantidad de tentativas destinadas al fracaso. Además a menudo sólo aporta soluciones aproximativas: hemos visto que la adaptación biológica es "aceptable" pero siempre imperfecta. En cambio la adaptación cultural, fruto de una voluntad consciente y deliberada consigue soluciones más ajustadas. No tiene nada de aleatorio: el carpintero que monta una puerta sabe con antelación la forma y la función del objeto que desea. No actúa a tientas. El objeto fabricado será inmediatamente funcional, apto para cumplir su papel: como máximo exigirá algunos retoques.

Al contrario, la evolución biológica, que avanza sin ninguna finalidad consciente, es como un cerrajero ciego que tuviera que dar forma a una llave para una cerradura desconocida, y que dispusiera de toda la eternidad para ello. Tres millones de tentativas al azar, es probable que una o algunas de las llaves fabricadas acabaran por abrir la cerradura. La operación no compensa porque supone una inmensa pérdida de tiempo y un gasto increíble, incompatibles con las exigencias de rapidez y de precisión que implican las sociedades humanas.

La sustitución de los procesos de adaptación orgánica por procesos de adaptación cultural ha convertido al hombre en la especie más adaptable a todos los medios y le ha evitado los errores y azares de la evolución biológica. Por otro lado, le ha dotado de un instrumento de progreso rápido. La mutación, que caracteriza la evolución biológica es un fenómeno poco frecuente (actualmente se sabe que la tasa de mutación de cada organismo es muy baja), cuya difusión exige muchas generaciones. Incluso, si por casualidad se transmite a todos los descendientes del mutante, aunque esté dotado de un gran valor selectivo, su difusión a todo el grupo sólo será posible de forma lenta, y favorecida por cruzamientos ulteriores. En cambio, la evolución cultural, basada en la inventiva, puede al menos en teoría, ser comunicada a una cantidad ilimitada de sujetos. Su difusión es casi inmediata y de cualquier manera infinitamente más rápida que la de la mutación. Finalmente, así como la velocidad de la evolución biológica es más o menos constante (y esto no puede sorprendernos puesto que se basa en la mutación, cuya probabilidad de aparición no varía), la evolución cultural, en cambio, se acelera constantemente, gracias al proceso acumulativo en "bola de nieve". El volumen de conocimientos, reforzado por cada nuevo intento, no deja de aumentar con el tiempo (por integración de las experiencias de cada generación en el patrimonio cultural legado por las generaciones precedentes) y en el espacio (por la puesta en común, gracias al progreso de las comunicaciones, de los conocimientos pertenecientes a círculos de poblaciones cada vez más amplios). Actualmente una gran parte del saber humano está internacionalizado.

La evolución biològica superada por la evolución cultural

Por todas estas razones, la evolución cultural es capaz de realizaciones muy superiores a la evolución biológica. Ninguna mutación, por muy compleja que sea, hubiera permitido al hombre abandonar el campo de atracción terrestre para alcanzar la Luna. Este logro sólo podía ser fruto de un avance tecnológico. Y es necesario subrayar que el intervalo que separa el momento en que se fijó el objetivo a conseguir y el éxito de la operación, es muy pequeño: como máximo una decena de años. La conquista del espacio es una de las realizaciones tecnológicas más espectaculares: no es la más sorprendente, ni la que ha cambiado más profundamente las condiciones de vida de nuestra sociedad. Los progresos de la física corpuscular y de la utilización de la energía atómica para fines pacíficos, los de la biología molecular en todas sus aplicaciones en lo que respecta a la salud del hombre, su equilibrio, y su longevidad, seguramente tendrán consecuencias más importantes.

De todas formas, este esplendor tiene una contrapartida. La evolución cultural, basada en lo psicosocial, resulta infinitamente frágil. Las adquisiciones biológicas registradas en el genoma, son perennes, gracias a la invariancia del ADN que transmite su información por autocopia de generación en generación. Al ser aceptables respecto a las condiciones del entorno, las adquisiciones biológicas tienen muchas probabilidades de persistir. A menos que suceda un cataclismo o una variación ecológica profunda, una especie genéticamente bien adaptada a su medio no está amenazada. La invariancia del ADN la protege de cualquier sorpresa, de cualquier paso en falso. Evidentemente esta estabilidad es también una prisión: la sociedad de las abejas, en ciertos aspectos es más "perfecta" que la sociedad humana: no puede cometer ningún "error". Pero no ha progresado desde hace millones de años y sin duda no variará jamás.

En resumen, la seguridad de lo biológico va en detrimento de la libertad. Pero la libertad de movimiento del progreso cultural va en detrimento de la seguridad. El conocimiento ya no está contenido en los cromosomas sino en la cultura. Esta no se transmite por un proceso genético invariante sino por la educación. El hombre es un animal prodigiosamente educable; al venir al mundo posee pocos comportamientos innatos. Tiene que aprenderlo casi todo, y el mismo trabajo educativo tiene que volver a empezar a cada generación. La cultura, adquirida por cada uno de nosotros gracias a la educación determina esencialmente nuestra personalidad. Somos más el resultado de la educación que de la herencia biológica. Tal como escribe Th. Dobzhansky: “Ya que la cultura se adquiere por aprendizaje, la gente no nace americana, china u hotentote, campesino, soldado o aristócrata, sabio, músico o artista, santo, granuja o medianamente virtuoso: aprenden a serlo". Así como no nacemos judío o cristiano, budista o musulmán, nos convertimos en ello por adopción de una cultura y una religión. Pero ninguna cultura, ninguna religión, ninguna civilización está a salvo de la destrucción, ninguna tiene la garantía de ser transmitida por el ADN.

Si un inmenso cataclismo atómico destruyera la totalidad de los países desarrollados y sólo permitiera sobrevivir a algunas tribus de Nueva Guinea el mundo retrocedería siete u ocho mil años. Se tendría que empezar todo de nuevo; la humanidad tendría que recorrer de nuevo el mismo camino. Incluso, si bebés americanos rusos o chinos, hijos de los sabios más eminentes del siglo se salvaran del desastre y se educaran en tribus primitivas tendrían que volver a aprender todo y reinventar todo. Los cromosomas legados por padres ilustres les servirían de muy poco: canalizan actitudes y no conocimientos. La ingeniosa novela de ciencia-ficción que escribió Robert Escarpit representa bastante bien lo que podría producirse en el caso de una pérdida de cultura brutal y masiva de la humanidad. Pero supongamos que el mismo cataclismo destruyera a todas las abejas excepto a una hembra fecundada. En algunas semanas se habría reconstituido una colmena según las mismas normas anteriores. En algunos meses daría lugar a colmenas hijas construidas según el mismo plan, que albergarían enjambres con el mismo comportamiento. En algunos años, las abejas habrían repoblado el mundo.

La personalidad del hombre no es nada sin la cultura

Es la que define nuestra identidad. Nuestro genoma nos aporta como máximo algunas predisposiciones que nuestra educación explotará o inhibirá. Volvamos a la ciencia-ficción para ilustrar esta verdad. Actualmente sabemos cómo conservar células vivas durante largo tiempo congelándolas bruscamente a temperatura muy baja. Si estas células, una vez descongeladas, se cultivan, dan excelentes cariotipos que parecen conservar intacto su lote de información. No es inimaginable que algún día se pueda obtener el desarrollo de una de estas células a partir de su inserción en un útero. Este experimento se ha llevado a cabo en grupos inferiores. De este modo podríamos ver "renacer", muchos años después de su muerte a un ser querido. Este "doble" seria morfológicamente tan idéntico como un gemelo verdadero; tendría los mismos ojos, la misma cara, las mismas expresiones, la misma voz, la misma sonrisa. Y sin embargo, aunque tuviera el mismo stock genético (por lo tanto biológicamente similar) educado en otra época y en otro medio, se trataría de una persona distinta. El ser que habíamos querido nos podría resultar detestable.

El hombre brilla por su cultura y lo que aporta al patrimonio común se perpetúa después de la muerte. A pesar de su fragilidad la grandeza de la evolución cultural depende del nivel de conciencia y de libertad que implica. La evolución biológica es inconsciente y pasiva. El animal no busca ni una mutación, ni un genoma, no los prepara: los sufre. En cambio, la evolución cultural es consciente y activa. El hombre sabe qué objetivo persigue. Su actividad no tiene nada o casi nada de fatal o ineluctable: en todo momento puede cambiar de dirección, decidir hacer o no hacer, proseguir o abandonar. En resumen, el hombre es responsable de sus actos: es él el que orienta su futuro y asegura su destino.

Actualmente esta responsabilidad del hombre, que equivale a su poderío, resulta aplastante. Nuestros contemporáneos han adquirido los medios de destruir a nuestra especie y puede que incluso toda la vida del globo. La historia presente no nos asegura el que no lo hagan. Se trata de un fenómeno nuevo, específicamente humano. Desde que la vida apareció en la tierra, millones de especies han visto la luz del día para extinguirse después. Pero ninguna ha desaparecido por iniciativa propia. Gran cantidad de comportamientos innatos contribuyen al instinto de conservación. La especie humana es la única capaz de autodestruirse. La eventualidad del suicidio colectivo es el último avatar de la evolución cultural.

JACQUES RUFFIÉ: De la biología a la cultura. Muchnik Editores, Barcelona, 1982.
 

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