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El conocimiento transformador

De la simple adquisición de conocimientos al conocimiento transformador

De un tipo de conocimiento que nos adormece y adocena a otro tipo de conocimiento que nos transforma.

«Información», «conocimiento», «sabiduría»… Estamos saturados de ideas y palabras, pero… ¿Dónde está el «conocimiento» que perdemos con la «información»? ¿Dónde está la «sabiduría» que perdemos con el conocimiento?

¿Cuántos se ahogan atiborrados, empachados, saturados de información y conocimientos que apenas han traspasado su epidermis y no han penetrado hasta el tuétano de sus huesos? ¿Es posible hallar la propia voz cuando la saturación de información y de voces ajenas han falseado nuestras más auténticas necesidades?

La mayoría de la gente está semidespierta, semidormida, y no advierte que la mayor parte de lo que cree verdadero y evidente es una ilusión producida por la influencia sugestiva del mundo social en que vive.

El autoconocimiento de uno mismo, que exige penetrar en las profundidades del corazón, es el comienzo de toda sabiduría humana. (E. Kant)

Hoy tenemos muchísimos «conocimientos», pero muy poca «sabiduría». En el modo de «ser», el conocimiento óptimo es conocer más profundamente. En el modo de «tener», consiste en poseer más conocimientos, acumular estudios, poseer titulaciones, etc. (con la finalidad fundamental de mejorar nuestro posicionamiento en el mercado laboral y profesional). Nuestra comprensión de la cualidad de conocer en el modo de existencia de ser puede ampliarse con los pensamientos de Buda, de los profetas hebreos, de Jesucristo, del Maestro Eckhart, de Sigmund Freud, de Karl Marx. Según su punto de vista, el conocimiento empieza con la conciencia del engaño de lo que perciben nuestros sentidos en el sentido de que nuestro panorama de la realidad física no corresponde a lo que "realmente es" y, principalmente, en el sentido de que la mayoría de la gente está semidespierta, semidormida, y no advierte que la mayor parte de lo que cree verdadero y evidente es una ilusión producida por la influencia sugestiva del mundo social en que vive.  Así pues, el conocimiento empieza con la destrucción de las ilusiones, con la des-ilusión. Conocer significa penetrar a través de la superficie, llegar a las raíces, y por consiguiente a las causas.  Conocer significa "ver" la realidad desnuda, no significa poseer la verdad, sino penetrar bajo la superficie y esforzarse crítica y activamente por acercarse más a la verdad de la realidad.

Las grandes tradiciones sapienciales de la antigüedad y la mejor cultura clásica se esforzaban por alcanzar un verdadero conocimiento del mundo, de la vida, de la realidad. El amor a ese conocimiento profundo de la realidad («filo-sofía») era fuente de verdadera «sabiduría». Lo que motivaba la práctica de la actividad filosofía era el amor a la verdad entendido, no como la aprehensión de algo externo al yo, sino como la disposición a ser uno mismo «auténtico», «coherente», «verdadero». Se consideraba que sólo se podía acceder al conocimiento profundo de la realidad, a la dimensión que revelaba su sentido profundo, a través de la actividad autoindagatoria (conócete a ti mismo y conocerás el Universo), a través de la modificación radical de uno mismo. Se pensaba que sólo podía alcanzar una mirada objetiva sobre la realidad el que había trascendido su ego y superado los condicionamientos de su personalidad. El verdadero conocimiento exige abandonar todas las seguridades que protegen al yo y le ofrecen consuelo al precio de su estancamiento. Era una invitación a vivir a la intemperie con la sola protección de la verdad, la disposición a ser uno mismo «verdadero». Otro rumbo tomó la actividad filosófica, a partir del momento en que ésta abandonó su dimensión autoindagatoria, terapéutica, transformadora.

Hay un tipo de «conocimiento» que simplemente engorda, infla, embucha, atiborra nuestro intelecto, nuestra mente. Otro que alimenta, nutre, fortalece, robustece, sustenta, estimula nuestro desarrollo, nos ayuda a desplegarnos, nos impulsa a crecer. Uno es fruto de una mentalidad bancaria, acumulativa, posesiva (un conocimiento que se «tiene», pero con el que no se «es») y se mueve por un interés productivista, mercantilista, utilitarista, dominado por los dictados del «sistema». Otro es conquista, logro, cosecha, fruto del esfuerzo de asimilación y de integración en la propia persona, un tipo de «conocimiento» que acrecienta, dilata, expande nuestro ser acercándonos a un tipo de sabiduría que es sustento de vida…

Algo semejante sucede en Educación. No es lo mismo «Instrucción», «Educación» o «Formación». Diferenciemos dichos conceptos someramente. La “instrucción” se convierte en "formación" cuando aquella cristaliza en un factor elaborado personalmente y se convierte en algo fecundo para la propia persona. Cuando la instrucción nos llega a transformar, a "con-formar", cuando impregna nuestros hábitos, nuestro comportamiento, nuestra conducta, nuestra personalidad, nuestra visión de la vida, del mundo... entonces, esa “instrucción” nos ha "con-formado", se ha convertido en verdadera "formación". La Educación intenta influir sobre la totalidad de la persona y no sólo sobre aspectos parciales de la misma, pues es a toda la persona, en su totalidad, la que pretende transformar. El individuo puede estar muy "instruido" pero quizás no "bien educado", si esta instrucción se queda puramente a nivel intelectual, epidérmico y no pasa a transformarlo como persona. La instrucción está dirigida fundamentalmente al intelecto; "estar instruido" es sinónimo de tener los conocimientos, destrezas, habilidades necesarias para hacer correctamente algo. Se poseen los conocimientos, hábitos y habilidades necesarios, pero la transformación del educando no va más allá de la esfera intelectual; no existe una voluntad personal de asimilarlos, de integrarlos, de hacerlos personalmente suyos. La instrucción se queda en el nivel de simple interiorización intelectual de contenidos, de simple aprendizaje académico; se queda en la superficie, como algo cosmético, que no penetra en el fondo de la persona. Cuando los conocimientos se han interiorizado, asimilado, integrado entonces aquella "instrucción" se convierte ya en "formación", ha penetrado en nosotros y nos ha "con-formado", nos ha modificado, ha transformado nuestro ser.

Lo importante en educación no es tanto la información que nos llega del exterior, mucha o poca no importa, sino la elaboración interna que seamos capaces de hacer con ella (percibiendo, relacionando, reflexionando críticamente, valorando, etc.). La "formación" es la instrucción recibida sedimentada, asimilada, integrada, que ha pasado a formar parte de nuestra personalidad; es la instrucción en tanto y en cuanto ésta pasa a formar parte, integra, conforma nuestra personalidad. Estamos bien formados cuando somos capaces de convertir el conocimiento en un elemento libremente asimilado, integrado, disponible y fecundo espiritualmente. La formación afecta a la personalidad total del individuo, la formación es la instrucción asimilada, integrada, sedimentada, que pasa a formar parte de nuestra forma ser, de nuestra forma de vivir e interpretar el mundo. Es lo que vamos construyendo nosotros mismos en nuestro interior (autoeducación); el individuo se hace a sí mismo, se da forma, se "con-forma", se crea, se construye a sí mismo. Sigamos la reflexión al respecto de la mano de Mónica CAVALLÉ, pionera en Espana del rescate de la filosofía sapiencial.

Mónica CAVALLÉ, filósofa sapiencial.

El filósofo que especula y el científico que investiga con instrumentos cada vez más perfeccionados buscan penetrar en los secretos de aquello que han erigido en objeto de su estudio, dejando su propio ser de lado, al margen de su investigación. Ciertamente, uno de estos objetos de estudio puede ser el ser humano, pero en la misma medida en que éste se constituye como objeto, poco tiene que ver con el ser humano-sujeto que indaga y busca comprender.

Frente a este tipo de saberes, calificaremos a un conocimiento de transformador cuando atañe tanto al objeto conocido como al sujeto conocedor, cuando lo que se conoce y el ser de aquel que conoce están, en dicho conocimiento, concernidos e implicados por igual. La «explicación» y la «descripción» cifran su atención en ciertos objetos de conocimiento. Al explicar y al describir adquirimos conocimientos objetivos.

Sólo cuando el conocimiento no se tiene, sino que se es, es decir, se incorpora en el ser del sujeto que conoce, modificándolo y enriqueciéndolo, decimos que un conocimiento es intrínsecamente transformador. Que este tipo de conocimiento se incorpore en el ser del sujeto significa que no produce en éste sólo cambios superficiales, sino que conlleva una modificación permanente de la vivencia básica que tiene de sí. En otras palabras, se trata de un conocimiento que atañe siempre a nuestra identidad, que posibilita que ésta se experimente desde niveles cada vez más profundos y radicales.

El conocimiento transformador tiene siempre carácter «experiencial». Este término alude a aquellas experiencias en las que no entran en juego solamente una o varias de mis dimensiones (sensorial, mental, emocional...), sino en las que entro en juego yo mismo; dicho de otro modo, alude a las experiencias tras las que no soy el mismo o, más bien, tras las que soy más hondamente yo. Cuando la filosofía era aún sabiduría, filosofía esencial, conocimiento y transformación iban de la mano. En otras palabras, los primeros filósofos consideraban que sólo se podía acceder al conocimiento profundo de la realidad, a la dimensión que revelaba su sentido, a través de la modificación radical de uno mismo. La filosofía no era, en aquel tiempo, la actividad de quien, sin ningún compromiso activo por su propia transformación, se dedicaba a elucubrar teorías o hipótesis más o menos plausibles en torno a las cuestiones últimas.

«Virtuoso» era el que estaba en contacto con su propia virtus (= potencia o esencia), con su potencial de ser plenamente hombre, con su verdad íntima.

El filósofo era, de hecho, el prototipo de hombre virtuoso. El término «virtud» tenía, a su vez, un sentido diverso del que solemos atribuirle de ordinario: virtuoso no era el que actuaba de una determinada manera sino, más radicalmente, el que estaba en contacto con su propia virtus (= potencia o esencia), con su potencial de ser plenamente hombre, con su verdad íntima. La persona sabia era en Grecia la persona virtuosa, de un modo análogo a como en Oriente el sabio ha sido por excelencia el individuo libre o liberado. Se consideraba que sólo podía alcanzar una mirada objetiva sobre la realidad el hombre máximamente «objetivo», es decir, el que había trascendido su ego, superado los condicionamientos de su personalidad. Sólo el hombre virtuoso era dúctil y transparente a su verdad profunda, llegando así a ser una encarnación elocuente de su filosofía. Sólo él había purificado su mirada y aguzado sus oídos, hasta el punto en que las cosas le revelaban sus secretos. Filósofo era el que escuchaba y daba voz a la realidad, no el que hablaba meramente desde sí y se limitaba a decir lo que permitían sus exiguas luces individuales. El filósofo era el espejo limpio de la Realidad, el que la reflejaba.

Que el conocimiento de la realidad última no es accesible sin que haya un compromiso firme con la propia integridad, es algo nítido en el pensamiento de los primeros filósofos de Occidente. Heráclito, Parménides, Pitágoras, Sócrates... no eran profesores de filosofía ni profesionales del pensamiento. No especulaban; no estaban proponiendo sistemas teóricos o explicativos. Encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida. Invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en un camino de purificación, en una iniciación vital, tras la cual no serían los mismos ni verían el mundo del mismo modo. Consideraban que sólo esta transformación podía alumbrar y sostener el conocimiento real: la visión interior.

Otro rumbo siguió la filosofía desde el momento en que abandonó esta dimensión terapéutica o transformadora. En cierto modo, esta filosofía disociada de la transformación es lo que habitualmente, y en nuestro contexto cultural, se suele entender por filosofía: una «filosofía de salón», una especulación carente de sabiduría, que no ha brotado de ninguna transformación real y que, por lo mismo, no produce transformación alguna. No es difícil reconocer cuándo nos hallamos ante una u otra filosofía. Éste podría ser uno de los criterios para distinguirlas: hay quien conoce movido por la curiosidad, y quien lo hace movido por una intensa sed. Se reconocen así: los conocimientos que transmite el primero, satisfacen la curiosidad; los que transmite el segundo, sacian la sed.

¿Qué significa, en profundidad, comprender?

La filosofía teórica explica. La ciencia describe. La sabiduría nos transforma.

La filosofía especulativa y la ciencia nos permiten adquirir o tener conocimientos. La sabiduría nos dice que conocer profundamente algo es serlo; que tener información acerca de algo, no es conocer directamente ese algo — de lo primero se ocupa la mente; de lo segundo, nuestro ser.

Existe unidad entre saber y ser. Hablamos de una unidad entre transformación y conocimiento radical. Ambas dimensiones  son dos rostros de lo mismo, acontecen en un único movimiento: toda transformación permanente de nuestro ser se origina en una toma de conciencia o comprensión de algún aspecto de la realidad, y, paralelamente, toda comprensión profunda nos transforma.

Ilustraremos esto último a través de un ejemplo sencillo: Un niño descubre que los Reyes Magos (más allá de nuestras fronteras, Santa Claus) no existen. La noche de reyes, cuando espera a escondidas, en estado de máxima excitación, ver camellos venidos de Oriente, sorprende a sus padres colocando regalos a los pies del abeto sintético mientras comentan que han de tener más cuidado pues el ruido que están haciendo puede despertar al niño. Éste mira y escucha... y en ese momento, todo un mundo se clausura para él. Ya no verá a sus padres del mismo modo y él ya no será el mismo. Si esta experiencia es bien asimilada, supondrá un paso en su proceso de maduración; será una especie de «iniciación» que le adentrará en el mundo de los adultos. Ha comprendido y ha crecido. Lo que ha comprendido no es, sin más, que los Reyes Magos son los padres. Esto es accidental. Ha intuido muchas más cosas a través de esa visión: qué significa ser niño, qué significa ser adulto, cómo viven en orbes diferentes y cuál es la relación entre ambos... Ha entendido tantas cosas y de un modo tan unitario y global que su comprensión difícilmente resulta verbalizable. No puede serlo, pues afecta a su mundo como un todo: ya no vivirá en el mismo mundo. Y en lo que a él respecta, su conocimiento no equivale al de quien adquiere cierta información mientras se mantiene «inmune», siendo el mismo de antes. De hecho, quizá ya algunos de sus compañeros le habían «informado» de que los Reyes son los padres; esa hipótesis no le era desconocida; pero él no estaba convencido de que fuera así porque aún no lo había «visto». Sólo cuando lo «ve» (y no aludimos únicamente a la obviedad de la visión física), este hecho es para él una realidad íntimamente cierta, y ese conocimiento, algo operativo y transformador, que lo modifica y lo hace crecer.

En Oriente, al verdadero conocimiento se lo califica de «despertar» pues, al igual que el que despierta, el que accede a una comprensión profunda (la que se realiza no sólo con la mente sino con todo el ser) de algún aspecto de la realidad, transita a un mundo distinto, se convierte en una persona diferente y advierte el carácter ilusorio de su anterior estado de «sueño» con relación al estado de vigilia en el que ahora se desenvuelve. Este estado de «vigilia» no es sinónimo de la adquisición de unos cuantos conocimientos; equivale a un nuevo nivel de conciencia: se accede a un mundo nuevo porque se adquiere un nuevo modo de ser y de mirar. Toda verdadera comprensión opera de un modo análogo. La transformación/comprensión puede ser espectacular o sencilla, pero en todos los casos tiene la cualidad de un «despertar».

Tras lo dicho se puede entender que hay dos tipos de conocimiento cualitativamente diferentes:

  1. El conocimiento per se, el más radical, es el que incluye esta dimensión transformadora. El acceso a este conocimiento conlleva un «salto», un «despertar» tras el cual, como acabamos de señalar, ni el que conoce ni el mundo que es conocido son los mismos. A este tipo de conocimiento lo denominaremos comprensión, visión o toma de conciencia. Éste es el conocimiento que otorga sabiduría. La tradición sufí asocia metafóricamente esta comprensión al «saborear». Así, al saborear una sustancia tenemos una vivida experiencia interior de la misma; una experiencia que es cualitativamente diferente del supuesto conocimiento que cree tener quien ha oído y puede repetir la descripción verbal que otros han hecho de su sabor. Sabe más acerca del sabor del grano de mostaza aquel que ha probado un grano, que el que ha estado toda la vida viendo pasar por delante de su casa caravanas de camellos cargados de sacos de granos de mostaza. (Proverbio árabe)
  2. Frente al conocimiento per se, hay otro tipo de conocimiento que no implica ninguna transformación esencial en el que conoce, ni en su «mundo», sino que sólo es información añadida a la que ya se posee. Si el verdadero conocimiento es un salto cualitativo, un movimiento multidireccional de ampliación, expansión y ahondamiento de la propia conciencia, este último equivale sólo a un incremento cuantitativo, epidérmico y lineal de los contenidos de nuestra mente. Lo que hemos denominado «explicación» y «descripción» pertenecen, en principio, a esta categoría.

Todas las tradiciones de sabiduría han coincidido en afirmar que nuestra transformación real es una función del conocimiento (pues la modificación de nuestro modo de ser y de actuar que no se sustenta en un incremento de nuestra comprensión es sólo hábito, condicionamiento o compulsión), y que el verdadero conocimiento es sinónimo de transformación (es decir, no es el conocimiento que aportan la mera información, la mera explicación o la mera descripción). La filosofía, en sus inicios, buscaba acceder al verdadero conocimiento, a la «comprensión», a la «visión». Por este motivo, la filosofía constituía, para quien la practicaba, un riesgo. Requería estar dispuesto a dejarse transformar por lo conocido; una transformación que nunca se sabe de antemano adonde nos va a conducir ni qué modalidad va a adoptar. Exigía abandonar todas las seguridades, muy en particular las que, bajo la forma de ideas y creencias, protegen al yo y le ofrecen consuelo al precio de su estancamiento. Era una invitación a vivir a la intemperie con la sola protección —la única real— de la verdad. Lo que motivaba a la filosofía era el amor a la verdad entendido, no como la aprehensión de algo diverso del yo, sino como la disposición a ser uno mismo «verdadero».

En nuestra cultura la noción de «conocimiento» ha sufrido un reduccionismo. Efectivamente, la información registrada sólo intelectualmente y las explicaciones o descripciones teóricas no proporcionan por sí mismas virtud. El conocimiento entendido como «comprensión», como «toma de conciencia», es la raíz misma de la virtud. Así, por ejemplo, no es el «autorebajamiento» lo que hace al humilde, sino la profunda toma de conciencia de sus propios límites —que son los de la condición humana—. El que ha accedido a esta comprensión (que no es el que tiene, sin más, la «información» correspondiente) no ha de «cultivar» la virtud de la humildad. No le hace falta. Su comprensión le hace necesariamente humilde. El «cultivo» de una virtud sin comprensión, es hipocresía. La comprensión, a su vez, hace dicho cultivo innecesario. (...)

El que comprende no accede, sin más, a una nueva información, a un nuevo tipo de ideas o creencias sobre la realidad; sencillamente, ha ahondado en su propio ser y su visión se ha ahondado con él; no ve el mundo del mismo modo ni él es el mismo. Esa comprensión la encarna, es parte de él, la lleva consigo. Y no como una idea o serie de ideas en su mente, sino como calidad y hondura en su propio ser y como capacidad de penetración en su visión. Sólo el que comprende es libre: no tiene nada que defender ni nada a lo que aferrarse; no necesita convencer a otros, para de este modo exorcizar en sí mismo la inseguridad o la duda. El sabio, el verdadero filósofo, no vive de ideas, no busca en ellas la luz; él es una luz para sí mismo.

Las explicaciones, sistemas o ideas a los que se otorga un valor absoluto son, por el contrario, algo externo al yo que éste precisa aferrar. Buscamos acceder así a la seguridad que proporciona la «posesión» de significados, eludiendo pagar el precio que conlleva la verdadera experiencia del sentido profundo de la existencia: el precio de la desnudez y del adentramiento en lo desconocido. Las seudoexplicaciones en un mundo en permanente cambio, proporcionan un agarradero mental fijo, estable e internamente ordenado, que permite ahuyentar la experiencia del caos, de la inseguridad y del temor. Pero el que comprende ha encontrado la seguridad precisamente a través de la aceptación del cambio.

Fuente: Mónica CAVALLÉ: «La sabiduría recobrada. La filosofía como terapia»

Ver también:

Tener o ser en la experiencia cotidiana: Tener conocimientos y conocer

Mirar i veure per viure més plenament

TRES NIVELLS DE FORMACIÓ: INSTRUCCIÓ, FORMACIÓ, EDUCACIÓ


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