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La «regeneración» necesaria (y II)  

Del sentido de la «justicia», al sentido de la «gratuidad».

Educar en el sentido de la justicia exige siempre ir más allá del cálculo y la prudencia.

Educar personas con conocimientos, prudencia, sentido de la justicia y gratuidad, es construir una sociedad humana, en el más pleno y digno sentido de la palabra.

Educar en la búsqueda de la calidad de vida es, sin duda, preferible a educar en la búsqueda de la cantidad de bienes, pero es, sin embargo, insuficiente para formar a una persona en el pleno sentido de la palabra.

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El sentido de la justicia es un poderoso motor. Es «responsable» de buena parte de lo mejor de nuestra historia.

El sentido de la justicia es el que nos impulsa a dar a cada uno lo que le corresponde. Lo que al otro y a mí se nos debe en justicia es lo que merecemos como personas.

Quien reconoce a los demás seres humanos como sangre de su sangre y huesos de sus huesos se exige a sí mismo y exige a quienes tienen poder para ello, como exigencia de justicia, que ningún ser humano se vea mermado en las capacidades que le permiten obtener esos bienes y perseguir una vida feliz. Y emplea sus habilidades y sus conocimientos, su «saber», en discernir todos los medios posibles para hacer justicia.

4. El sentido de la justicia y el sentido de la gratuidad

Educar en la búsqueda de la calidad de vida es, sin duda, preferible a educar en la búsqueda de la cantidad de bienes, pero es, sin embargo, insuficiente para formar a una persona en el pleno sentido de la palabra, porque quien prudentemente persigue una vida de calidad para sí mismo y para los suyos, no siempre está dispuesto a atender a las demandas de justicia, ni está tampoco dispuesto a arriesgarse a ser feliz.

En cuanto a las demandas de justicia, las tiene en cuenta mientras no perjudiquen su bien, o mientras lo refuercen; pero si entran en colisión la calidad de su vida y las exigencias de quienes en ocasiones ni siquiera tienen los bienes básicos para sobrevivir, la prudencia puede aconsejar excluirlos sin más consideraciones.

Sobrada experiencia de este modo de actuar hemos tenido a largo de la historia y la estamos teniendo en estos últimos tiempo por ejemplo, en relación con lo que se llama el «fenómeno de inmigración»; fenómeno que se reduce a algo tan simple como que las gentes de los países desarrollados andan tan preocupadas con lograr cantidad de productos del mercado y, en el mejor de los casos, calidad de vida, que no les quedan energías mentales para pensar en el profundo malestar de los países «en vías de desarrollo», menos aún energías volitivas para tratar de ayudar a crear riqueza en esos países. Declaraciones sobre los derechos humanos cuantas se quieran; pero quien en realidad está educado para busca la cantidad de los productos y la calidad de su vida es inevitablemente «excluyente»: excluye a cuantos no entran en el cálculo prudencial de su bien.

Por eso, educar en el sentido de la justicia exige siempre ir más allá del cálculo y la prudencia. Pero no «ir más allá» en línea recta, como siguiendo un camino o la vía de un tren, sino en profundidad, en interioridad. Rumiando qué es lo que a fin de cuentas nos hace personas, qué es lo que a fin de cuentas me permite decir «yo», si no es el hecho de que los otros me han reconocido y me reconocen como persona y como «tú». Es la experiencia básica del reconocimiento recíproco, tal como se narra en el libro del Génesis -«ésta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos»-, la que abre un sentido humano inteligente con dos vertientes igualmente inteligentes, igualmente sentientes: el sentido de la justicia y el sentido de la gratuidad.

El sentido de la justicia, del que tanto se ha dicho y escrito, es el que nos impulsa a dar a cada uno lo que le corresponde; y justamente sobre lo que se ha dicho y escrito es sobre qué le corresponde a cada uno, que es lo que recogen las distintas teorías de la justicia que en el mundo han sido. Pero en este momento básico, en esta básica experiencia del reconocimiento, lo que al otro y a mí se nos debe en justicia es lo que merecemos como personas. Y aquí viene la «pregunta del millón»: ¿qué merecemos como personas?

La historia humana es -decía Hegel- la historia de la libertad; y realmente puede leerse así nuestra historia. Sin embargo, yo propongo una lectura no menos acertada: relatarla como historia de la justicia. Porque al hilo del tiempo hemos ido cargando los dados de la justicia con exigencias inusitadas en épocas anteriores.

Lo justo es que todas las personas gocen de alimento, vivienda, vestido, educación, atención en tiempos de vulnerabilidad, libertad de expresarse, formarse su conciencia y orientar personalmente su vida. Lo justo es que las sociedades que deseen estar a la altura de la mínima dignidad moral satisfagan estas necesidades básicas o promuevan las capacidades de las personas para que puedan satisfacerlas y llevar adelante una vida feliz.

Teoría esta de las capacidades que hoy ofrece Sen, y que presenta la ventaja, frente a la de las necesidades, de poner en manos de los sujetos la autoría de su propio bien, de proponer el «empowerment» de los empobrecidos.

Regresando a nuestro texto, quien reconoce a los demás seres humanos como sangre de su sangre y huesos de sus huesos se exige a sí mismo y exige a quienes tienen poder para ello, como exigencia de justicia, que ningún ser humano se vea mermado en las capacidades que le permiten obtener esos bienes y perseguir una vida feliz. Y emplea sus habilidades y sus conocimientos, su «saber», en discernir todos los medios posibles para hacer justicia. Ciertamente, los nombres de estos «bienes de justicia» campean ya en Declaraciones Universales y Cartas Internacionales, pertenecen ya al mundo de nuestras «ideas morales», perfectamente diseñadas en la teoría de los discursos y los libros. Pero quien carece de sentido de la justicia, quien carece de una razón justa, no hará de esas ideas creencias que mueven la vida, no las tomará como motor de su existencia, sino que en la vida cotidiana vivirá del cálculo y la prudencia.

El sentido de la justicia, exigente y lúcido, es un poderoso motor. Es «responsable» de buena parte de lo mejor de nuestra historia, historia en la que se han ido encarnando, haciendo exigibles, los bienes que hemos mencionado.

Sólo que el mundo humano no es sólo el de la exigencia y lo exigible, no digamos el del cálculo y la prudencia: no es sólo el de los derechos reconocidos, a los que corresponden deberes y responsabilidades. Quien hace la experiencia del reconocimiento recíproco, la experiencia de la Alianza con otro ser humano que es carne de la propia carne y hueso del propio hueso, no sólo se siente exigido a dar al otro «lo que le corresponde» como persona, sino que se siente urgido a compartir con él lo que ambos necesitan para ser felices.

«No vayas hacia el exterior -era el sabio consejo de san Agustín-, porque es en el interior del hombre donde radica la Verdad»

La felicidad es una cuestión radical, va a la raíz. A esa experiencia básica de quienes no se conforman con el cálculo y la prudencia, ni siquiera -y es mucho decir- con responsabilizarse de que se haga justicia. Va a satisfacer esas necesidades básicas que nunca podrán exigirse como un derecho ni cumplirse como un deber.

Más allá del derecho y el deber, pero no en línea recta, como quien sigue un camino o la vía de un tren, sino en profundidad, en interioridad, se abre el amplio misterio de la obligación, el prodigioso descubrimiento de que estamos ligados unos a otros de forma indisoluble y, por tanto obligados, aun sin sanciones externas, aun sin mandatos externos, sino desde lo hondo, desde lo profundo. «No vayas hacia el exterior -era el sabio consejo de san Agustín-, porque es en el interior del hombre donde radica la Verdad».

Es en lo profundo donde se descubre esa ligadura profunda, el secreto de la felicidad. De ella brota el mundo de las obligaciones que no pueden exigirse, sino compartirse graciosamente; el mundo del don y del regalo, del consuelo en tiempos de tristeza, del apoyo en tiempos de desgracia, de la esperanza cuando el horizonte parece borrarse, del sentido ante la experiencia del absurdo.

Necesitamos -¿quién lo duda?- alimento, vestido, casa y cultura, libertad de expresión y conciencia, para llevar adelante una vida digna. Pero necesitamos también, y en ocasiones todavía más, consuelo y esperanza, sentido y cariño, esos bienes de gratuidad que nunca pueden exigirse como un derecho; que los comparten quienes los regalan, no por deber, sino por abundancia del corazón.

Educar para el siglo XXI sería formar ciudadanos bien informados, con buenos conocimientos, y asimismo prudentes en lo referente a la cantidad y la calidad. Pero es también, en una gran medida, en una enorme medida, educar personas con un profundo sentido de la justicia y un profundo sentido de la gracia.

Actuales corrientes de ética se afanan por profundizar en el sentido de la justicia, y algunas de ellas llegan a ese radical momento del reconocimiento recíproco, en versión secular (ética del discurso) o en versión bíblica (Levinas); pero queda oscurecido por la lógica trascendental o por el fárrago verbal ese segundo sentido, en realidad tan diáfano, de la gratuidad, que hunde también sus raíces en la experiencia del reconocimiento. En la experiencia de una ligadura que, curiosamente, es fuente también de justicia.

Es en el libro del Génesis donde se cuenta esta parábola, que nos constituye, de una humanidad ligada entre sí y con Otro; y de su verdad seguimos viviendo a comienzos del Tercer Milenio. Seguir contándola, educar personas con conocimientos, prudencia, sentido de la justicia y gratuidad, es construir una sociedad humana, en el más pleno y digno sentido de la palabra.

Educar para la ciudadanía
Adela CORTINA ORTS
Catedrática de Ética y Filosofía Política. Universidad de Valencia.

 


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