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Necesidades «esenciales» y necesidades «existenciales»

Un «sistema social» que obnubila nuestras necesidades «esenciales»

¿Más allá de las necesidades vitales cotidianas, te has parado a reflexionar sobre cuáles son tus auténticos, verdaderos anhelos, tus profundas necesidades como ser humano?

Dolores y alegrías «existenciales» y dolores y alegrías «esenciales».

Vacío «existencial» y vacío «esencial»: hacia el «ser en plenitud».

Un «sistema social» que ofusca nuestras necesidades: La sociedad de consumo nos devora entre sus entrañas, despliega sus tentáculos para abducirnos, controlar nuestras vidas, teledirigir nuestras conciencias y regir nuestro comportamiento. De ese modo, sutilmente, orienta nuestra vida impulsándonos hacia el acopio, la acumulación, el atesoramiento de bienes, es decir, hacia el «tener», obnubilando, velando, nuestra ineludible necesidad de «ser», nuestra imperiosa necesidad de «ser» y de «ser en plenitud».

En nuestro entorno cultural los sutiles y a menudo descarados mecanismos de dominación que ejerce el “sistema” dominante sobre la mente de los individuos (por medio de la propaganda y la manipulación de las consciencias llevados a cabo, por ejemplo, a través de determinados programas desarrollados en ciertos medios de comunicación, la práctica inercial del pensamiento débil, la telebasura, etc.) tienden a abducirnos, a ofuscar, a fagocitar nuestra capacidad de pensar y razonar, induciéndonos a la vida fácil, a dejarnos llevar por la corriente, a suspender nuestro juicio crítico, a tragarnos todo cuanto nos echan, a dejarnos guiar por otros, a vegetar, a menudo a vagar sin determinación en el rumbo, a llevar una vida inercial, rutinaria, insulsa e insípida... Hemos creado un tipo de vida y un tipo de sociedad en la que se nos hace ir tras un determinado tipo de necesidades (muchas de ellas artificiosa e interesadamente creadas por el «sistema»), ofuscando, velando, ofuscando, apartándonos, alienándonos de nuestras más fundamentales y esenciales necesidades.

A veces la inmediatez, la excesiva proximidad a los hechos, a la realidad, obnubila nuestra consciencia; por el contrario, el tomar cierta distancia respecto los acontecimientos o la misma realidad puede contribuir a ampliar nuestros horizontes, a ensanchar nuestro espíritu. ¿Somos soberanos de nuestras vidas, seres autónomos, responsables de nuestra trayectoria vital, dueños de nuestro destino o nos ocurre como a la caña desasistida que, al albur de la intemperie, se decanta hacia donde más fuerte sopla el viento? No siempre somos suficientemente conscientes de ello: en el llamado mundo civilizado la filosofía capitalista se ha impuesto, la mentalidad ambiental dominante nos atrapa entre sus tentáculos y nos induce a seguir su corriente. La sociedad de consumo nos engulle y nos devora entre sus entrañas. Despliega todos sus resortes para abducirnos, controlar nuestras vidas, teledirigir nuestras actitudes, nuestra forma de pensar y nuestro comportamiento. De ese modo nos impulsa hacia el «tener» soslayando la imperiosa necesidad de «ser».

Siguiendo esa filosofía difusa, dominante en nuestro entorno capitalista, andamos persiguiendo compulsivamente el «tener» más y más, en acumular bienes y riquezas y nos olvidamos de «ser», de progresar en el despliegue de nuestro potencial personal, en avanzar en el cultivo de la autenticidad de nuestro ser. Hay toda una filosofía, que por ósmosis inconscientemente heredamos del entorno, en el modo de afrontar nuestra vida, en nuestras actitudes vitales, en nuestra manera de ser y estar en el mundo. Para recuperar las riendas de nuestro destino, el protagonismo de nuestras vidas y sobreponernos a cierta desidia vital nada mejor que diferenciar conceptos, aclarar actitudes, revitalizar el nivel de consciencia con el que actuamos, agudizar nuestro sentido crítico existencial, recobrar el anhelo de ser, desentumecer nuestra sincera voluntad de crecer y encaminarnos hacia una forma de ser más auténtica, para llegar a ser en plenitud. Una invitación a abandonar nuestra habitual zona de confort y catapultarnos hacia horizontes de desarrollo y superación más auténticos. A todo eso es a lo que pueden contribuir las siempre sugerentes reflexiones de Mónica CAVALLÉ, pionera en la práctica del Asesoramiento Filosófico en España e impulsora de la Escuela de Filosofía Sapiencial, en uno de los epígrafes de su obra "La sabiduría recobrada" y que ahora presentamos de forma resumida.

El hombre no sólo tiene que satisfacer imperiosamente los requerimientos fisiológicos, también hay necesidades espirituales que deben ser atendidas y que de no serlo pueden tener graves consecuencias sobre el individuo. Una de esas necesidades es la de crecer y poder liberar todas la potencialidades propias del ser humano, estas tendencias pueden ser reprimidas, pero tarde o temprano emergerán, la orientación al crecimiento genera deseos de libertad, justicia y verdad, las cuales también corresponden a impulsos propios de la naturaleza humana.
(E. FROMM: El miedo a la libertad)

La «vida verdadera» [...] no se halla tanto en las necesidades utilitarias de las que nadie puede escapar, como en el cumplimiento de uno mismo y en la calidad poética de la existencia.
(Edgar Morin)

Necesidades del «ser» y del «estar»

Necesidades «esenciales» y necesidades «existencial»

Diferenciaremos, en concreto, en primer término entre lo que denominaremos utilidad «esencial» y utilidad «existencial».

  • Es existencialmente útil lo que necesitamos para nuestro existir o nuestro estar en el mundo: desde el alimento y el vestido, hasta una cierta cosmovisión que nos ayude a orientarnos en él. Las cosas que son útiles para nuestro estar en el mundo son cosas que tenemos. Tenemos alimento, dinero, ropa, casa, etc., de un modo análogo a como «tenemos» ciertas habilidades o «tenemos» unas creencias y una ideología.
  • Pero hay otro tipo de necesidades que no son existenciales sino esenciales. Calificaremos de esencialmente útil a todo aquello que necesitamos para alcanzar un grado óptimo de ser: lo que nos remite a nuestra esencia íntima, fortaleciéndola, y nos permite llegar a ser plenamente lo que potencialmente somos.

La satisfacción de nuestras necesidades existenciales (de alimento, seguridad, pertenencia, afecto, instrucción, etc.), se acompaña de lo que podríamos denominar un contentamiento o alegría existencial. Al ser cubierta alguna necesidad fisiológica, por ejemplo, se experimenta placer y sosiego. Quien, tras estar hambriento, ingiere los alimentos adecuados, recibe el «visto bueno» de su cuerpo a través de una sensación subjetiva de saciedad y bienestar. En general, todas nuestras funciones y facultades, físicas y psicológicas, tienen un correlato subjetivo de bienestar o de malestar que nos indica cuál es su nivel de satisfacción, actualización o desarrollo.

Hay quienes, en medio de situaciones existencialmente limitadas o incluso dolorosas, mantienen una conexión con su ser más íntimo que les proporciona una sensación básica de sentido, de serena plenitud.

Ahora bien, hay también una alegría esencial y un dolor esencial que nos dan la medida de cuál es nuestro grado de cercanía o de alejamiento con respecto a nuestro propio centro, a nuestra verdad íntima; que nos indican cuándo estamos siendo, o no, un fiel reflejo de eso que somos en esencia y que pulsa por expresarse en nosotros. Del mismo modo en que hay un tipo de dolor que acompaña a la frustración de nuestras necesidades fisiológicas y psicológicas, hay también un dolor que es el eco de la frustración de nuestra necesidad de ser de forma auténtica y plena.

Los dolores y alegrías existenciales y los dolores y alegrías esenciales son cualitativamente diferentes. Hay quienes existencialmente parecen tenerlo todo y no pueden rehuir una profunda sensación de vacío y de futilidad; algo en ellos exclama silenciosamente: «Pero ¿es esto todo?». Por el contrario, hay quienes, en medio de situaciones existencialmente limitadas o incluso dolorosas, mantienen una conexión con su ser más íntimo que les proporciona una sensación básica de sentido, de serena plenitud.

Que ambos tipos de dolor (y, paralelamente, de alegría) son cualitativamente diferentes se evidencia, entre otras cosas, en que las dinámicas que permiten superar uno u otro son exactamente inversas.

El vacío esencial se supera cuando abandonamos el impulso por tener y dejamos a las cosas, a las personas y a las situaciones ser lo que son, sin esperar que sean de ningún modo particular, sin buscar en ellas ningún provecho o beneficio personal.

Así, el dolor existencial se solventa multiplicando nuestro haber: aumentando nuestras posesiones materiales, ejercitando nuestras facultades y habilidades, multiplicando nuestras tenencias intelectuales, recibiendo afecto del exterior, adquiriendo reconocimiento social, etc. El dolor esencial, por el contrario, no se solventa con nada que se pueda tener. En ocasiones, puesto que este dolor se traduce psicológicamente en una sensación de vacío, lo malinterpretamos: creemos que se trata de un vacío relacionado con la necesidad de cosas, experiencias, logros, etc. Pero ninguna cosa, persona, situación, experiencia o logro puede llenarlo, porque se trata de un vacío de nosotros mismos.

El vacío existencial se supera con un movimiento acumulativo o aditivo, teniendo más, ya sean estas tenencias groseras o sutiles. El vacío esencial, por el contrario, sólo se supera cuando abandonamos el impulso por tener — no necesariamente en lo relativo a la actividad exterior, pues necesitamos seguir cubriendo nuestras necesidades existenciales, pero sí en nuestra actitud básica ante la vida— y dejamos a las cosas, a las personas y a las situaciones ser lo que son, sin esperar que sean de ningún modo particular, sin buscar en ellas ningún provecho o beneficio personal. También cuando nos permitimos sencillamente ser y abandonamos nuestra ansiedad por lograr, por tener que llegar a ser «esto» o «lo otro».

Cuando relegamos el apremio por la supervivencia, por conseguir, por el logro y la posesión; cuando nuestra mirada interior abandona toda perspectiva parcial e interesada y contemplamos las distintas realidades desligadas de su función utilitaria; cuando dejamos activamente a las cosas ser lo que son y ser como son, sólo entonces, en este espacio de libertad, todo nos revela su ser o naturaleza original, su verdadero rostro.

Es entonces, al recobrar esta mirada atenta y desinteresada, cuando sentimos que nosotros —al unísono con toda la realidad— también retornamos a nuestra genuina condición. Nuestro ser más íntimo encuentra por fin su espacio: florece y se expande, a la vez que se aquieta y ahonda en sí mismo. La existencia deja de experimentarse como una lucha, una carga o una búsqueda enajenada volcada siempre en el futuro, en el lograr, en el tener, y experimentamos el verdadero sabor de la realidad, la alegría esencial, el simple gozo de ser. La falsa creencia de que no seremos plenamente hasta que no seamos, hagamos o tengamos esto o lo otro, se disipa. Descubrimos el engaño. Advertimos que hemos vivido como el mendigo que diariamente pedía limosna sentado a la sombra de un árbol, exactamente sobre el trozo de tierra en el que estaba enterrado el más espléndido tesoro.

La verdad, la belleza y el bien.

La contemplación desinteresada nos sitúa en el nivel esencial de la realidad y de nosotros mismos. El testimonio de este contacto, del triunfo del ser sobre el tener, es siempre la experiencia de la verdad, de la belleza y del bien.

De la verdad, pues todo se nos revela en su ser propio, en su verdad íntima. Las cosas nos descubren sus secretos porque ya no las hacemos orbitar en torno a nosotros mismos, porque ya no las miramos a través del filtro de nuestro particular interés: como fuentes de ayuda o solución de las propias necesidades.

De la belleza, pues descubrimos la «gratuidad» del mundo: que todo sencillamente es, es decir, que todo obtiene su sentido y plenitud precisamente porque no necesita ser para nada ni para nadie.

En la experiencia de la verdad y de la belleza, nuestro yo más íntimo reconoce su hogar, por fin nuestra voluntad descansa, toda inquietud cesa; estamos en casa. En este momento, cuando contemplamos el mundo desde esta perspectiva, algo en nosotros exclama silenciosamente que todo está bien. Este asentimiento profundo que procede de saber que todo, en su más radical intimidad, es lo que tiene que ser y está ya donde tiene que estar, es la experiencia gozosa del bien.

La verdad, la belleza y el bien des-velan la realidad. Son la realidad misma cuando ésta revela su verdadero rostro, su rostro sagrado; cuando ya no está velada por nuestras necesidades existenciales ni condicionada por ellas (la excesiva preocupación de vivir, que nos hace contemplar las cosas tan sólo desde el punto de vista de su utilidad, es el velo que oculta la verdadera naturaleza de las cosas).

Lo único que puede satisfacer nuestras necesidades esenciales son la verdad, la belleza y el bien. En otras palabras, nuestro ser real se expresa colmadamente sólo en la contemplación desinteresada.

[...] nunca he perseguido la comodidad o la felicidad como fines en sí mismos [...]. Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado una y otra vez un nuevo valor para afrontar la vida alegremente, han sido la Belleza, la Bondad y la Verdad [...]. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables. (A. Einstein)

Una vida orientada prioritariamente hacia los bienes utilitarios, se asfixia esencialmente, aunque existencialmente parezca floreciente y envidiable. Por eso, allí donde los valores pragmáticos tienen una clara hegemonía, han de estar presentes en igual medida los medios de distracción, de entretenimiento, que se encargarán de ocultar y evadir el dolor esencial y el vacío interior a los que aboca necesariamente todo ese vértigo orientado hacia el tener. Nuestra sociedad actual es un ejemplo nítido de esta dinámica.

Nuestro yo central sólo encuentra su alimento en aquello que es un fin en sí mismo. En este sentido, la filosofía, entendida como contemplación desinteresada consagrada a la verdad, es máximamente útil. Es una de las actividades y de las actitudes que nos permiten ser en plenitud —aquellas sin las cuales todos nuestros logros son sólo los vestidos con que cubrimos el espectro de nosotros mismos, los ornamentos con los que adornamos nuestro vacío.

 

Fuente: M. CAVALLÉ: La sabiduría recobrada. La filosofía como terapia. (Necesidades del ser y del estar)

Ver también: Las dos grandes actitudes ante la vida: «tener» y «ser»

Ver también la sección: NECESSITATS HUMANES I EDUCACIÓ


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