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La semilla, en proceso de ser

La semilla no sabe lo que late en la Idea creadora que rige su desarrollo, ni cómo va a ser, ni cómo los elementos y los vientos van a configurar y a esculpir su perfil.

¿Pretender ser y querer aparentar lo que no se es...? ¡Cuanto empeño, energías, interés y tiempo empleamos en pretender ser y aparentar ante los demás lo que no se es...!

Cuando alguien planta la semilla de un árbol, no duda en ningún momento que, en el caso de que dicha semilla tenga las condiciones adecuadas, llegará a ser un árbol espléndido. Esta confianza se basa en la intuición — fruto del conocimiento de la lógica propia de la vida— de que dicha semilla ya tiene, de algún modo, dicho árbol dentro de sí. El árbol está en ella en potencia. La idea creadora está ahí, de modo potencial, pugnando por su creciente actualización. Este movimiento de actualización, el paso de la potencia al acto, es la dinámica misma de la vida: el crecimiento. La semilla tiene en sí la inteligencia que le va dictando su desarrollo.

Ahora bien, imaginemos a una semilla que fuera auto-consciente, es decir, partícipe de la inteligencia que rige su crecimiento, colaboradora con la idea que le permite ser lo que es y llegar a ser lo que está destinada a ser. Supongamos que esta semilla ha crecido hasta convertirse en un pequeño y gracioso árbol, y que este arbolito se queda fascinado, en un momento dado, con su propia imagen. Queda prendado de la gracia de esa ramita que le ha salido, y de esa pequeña hoja de un verde intenso que ha brotado en ella. Le gustan tanto que se identifica con esa imagen de sí mismo y cifra ahí su identidad. A partir de este momento, al arbolito ya no le basta ser, sino que se empeña en ser de una manera particular. En su empeño y obstinación por ser de ese modo particular, lo que era un momento de gracia, que daría paso a muchos otros momentos de gracia y perfección, se convierte, paradójicamente, en un freno que lo atrofia y que llega a hacer de él un árbol deforme y enano. Sus ramas no se expanden, se retuercen sobre sí mismas debido a que ya no quiere cambiar y crecer; sus hojas no pueden brotar; nunca dará fruto... ¡Será un árbol malogrado!

Y todo por el equívoco que le llevó a pensar que él era aquella ramita, aquella hoja... cuando él era ese potencial que, latente, oculto, sin forma, se traducía en un sinfín de formas cambiantes. En cierto modo, él era también esa ramita y esa hoja, pero no como él creía serlo, es decir, de forma exclusiva ni esencial. Confundió lo que era la expresión cambiante de su Identidad, con su Identidad real, con lo único que en él era realmente permanente y auto-idéntico: ese potencial informe que es fuente de formas cambiantes. Buscó su sentido de ser en el nivel de sus modos: en ser esto o aquello, y no se limitó a lo más gozoso y fácil: a simplemente ser.


Los lirios del campo o el gozo de ser

¿Pretender ser y querer aparentar lo que no se es...?

Soren KIERKEGAARD (1813-1855), filósofo danés, escribió gran parte de su obra bajo diversos seudónimos, el resto de su producción, lo que denominó su «obra religiosa», concebida en abierta polémica con la cristiandad oficial la firmó con nombre propio. Rubrica con su nombre aquellas obras que reflejan su verdadero pensamiento. Kierkegaard suponía que sólo podía ayudar al lector de sus obras en la medida en que adoptara previamente la posición de éste, en que se situara en su nivel y compartiera su punto de partida. Afirmaba que «no es posible destruir una ilusión directamente; [que] sólo por medios indirectos se la puede arrancar de raíz»; que «un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión». Esta es la finalidad de sus obras seudónimas: hablar al lector con un lenguaje y desde unos presupuestos que le resultaran familiares, compartiendo su visión del mundo y sus prejuicios; recrear brillantemente posiciones y puntos de vista, que no son los de Kierkegaard, pero en los que la mayoría de sus lectores se podrían reconocer. El filósofo esperaba, de este modo, que en un primer momento el lector se sintiera reflejado en su producción seudónima y que, en un segundo momento, advirtiera que ésta expone puntos de vista contradictorios sobre la vida. Sería entonces cuando el lector descubriría por sí mismo la parcialidad o las contradicciones internas de sus propios enfoques y supuestos y, al hacerlo, se prepararía para dar un salto hacia un nuevo nivel de conciencia: el que propone en sus obras no seudónimas.

Nos cuenta el filósofo danés Soren KIERKEGAARD, en su obra Los litios del campo y las aves del cielo, la siguiente historia:

(*) Había una vez un lirio en un lugar apartado, junto a un arroyuelo, y era bien conocido de algunas ortigas y un par de otras florecillas de la vecindad. El lirio estaba, según la descripción veraz del Evangelio, vestido más hermosamente que Salomón en toda su gloria; por lo mismo, despreocupado y alegre todo lo que duraba el día. El tiempo pasaba felizmente — sin el lirio darse cuenta—, como el agua del arroyuelo canturreando y corriendo. Pero aconteció que un buen día vino un pajarillo a visitar al lirio, volvió a venir al día siguiente, estuvo ausente unos cuantos días, hasta que al fin otra vez volvió. Esto le pareció al lirio extraño e incomprensible; incomprensible que fuese tan caprichoso. Pero lo que suele acontecer con frecuencia también le aconteció al lirio, que cabalmente por eso se iba enamorando más y más del pájaro, porque era caprichoso.

Este pajarillo era un mal pájaro; en vez de ponerse en el lugar del lirio, en vez de alegrarse por su belleza y regocijarse juntamente con él de su jovialidad inocente, lo que quería era darse importancia, explotando su libertad y haciendo sentir al lirio lo atado que estaba al suelo. Y no solamente esto; el pajarillo era además un charlatán y narraba al tuntún cosas y más cosas, verdaderas y falsas: cómo en otras tierras había, en cantidad enorme, otros lirios completamente maravillosos, junto a los cuales se gozaba de una paz y una alegría, de un aroma, de un colorido, de un canto de pájaros, que sobrepasaban toda descripción. Esto es lo que contaba el pájaro, y daba fin gustosamente a cada una de sus narraciones con la siguiente acotación que humillaba al lirio: que él, comparado con tanta gloria, aparecía como una nada, desde luego, que era tan insignificante que se podría plantear el problema de que con qué derecho se llamaba propiamente lirio.

Con estas cosas el lirio llegó a preocuparse, y cuanto más escuchaba al pájaro, mayores eran sus preocupaciones; no volvió a dormir tranquilo por la noche, ni a despertarse alegre por la mañana; se sentía encarcelado y atado al suelo, el murmullo del agua se le antojó aburrido y los días largos. Empezó definitivamente a ocuparse de sí mismo y de las circunstancias de su vida durante todo el largo día. Se decía a sí mismo: «Desde luego, de vez en cuando, para cambiar, puede ser estupendo oír el murmullo del riachuelo, pero es muy aburrido esto de tener que oír eternamente un día tras otro lo mismo». «Puede resultar y agradable habitar de vez en cuando en un lugar apartado y solitario, pero tener que estar así toda la vida, estar olvidado, sin compañía o en compañía de las ardientes ortigas... es algo inaguantable.» «Y aparecer tan poca cosa como me pasa a mí, ser tan insignificante como el pajarillo dice que soy... ¡Ah!, ¿por qué no empecé a existir en otra tierra, en otras circunstancias?; ¿por qué no fui una corona real?» [... ] «Pues», dijo, «mi deseo indudablemente no es un deseo irrazonable, yo no aspiro a lo imposible, a convertirme en otra cosa distinta de lo que soy, por ejemplo en un pájaro; mi deseo es simplemente el de llegar a ser un lirio maravilloso, a lo sumo el más maravilloso de todos.»

Mientras tanto, el pajarillo iba y venía, pero con cada visita y cada despedida suyas iba creciendo la inquietud del lirio. Por fin se confió completamente al pájaro. Un atardecer decidieron que a la mañana siguiente cambiaría aquello y se daría fin a la preocupación. A la mañana temprano vino el pajarillo; con su pico echaba a un lado la tierra agarrada a la raíz del lirio para que éste pudiera quedar libre. Terminada felizmente la tarea, el pájaro cogió al lirio y partió. Lo apalabrado era, concretamente, que el pájaro volaría con el lirio allá donde florecieran los lirios maravillosos; después el pájaro lo ayudaría a quedar plantado allí, y, gracias al cambio de lugar y al nuevo contomo, podría acontecerle muy bien al lirio que llegase a ser un lirio maravilloso en compañía de los demás, o quizá, en definitiva, una corona real, envidiada de todos los demás.

¡Ay!, el lirio se marchitó por el camino. Si el preocupado lirio se hubiera contentado con ser lirio, no hubiese llegado a preocuparse; sino se hubiera preocupado, entonces podría haberse quedado donde estaba; donde estaba en toda su belleza; si hubiera permanecido en'su lugar, entonces hubiese sido precisamente el lirio acerca del cual [... ] [dice] el Evangelio: «Mirad al lirio, yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como él».

El yo superficial —como el lirio de nuestra historia, una vez que ha sucumbido a las sugestiones del mal pájaro — vive de comparaciones. Se compara porque mira hacia fuera para saber quién es, cómo debe ser y cuál es su valor.

El niño en sus primeros años, como el lirio en su estado natural, no se mide con nada ni con nadie. Se limita a ser lo que es. Y «ser» es siempre gozoso. No sabe claramente quién es; no tiene una idea exacta de sí mismo ni de los demás, ni necesita tenerla. Está satisfecho con su condición, sea ésta cual fuere. El pequeño que tiene un determinado defecto físico, por ejemplo, es generalmente feliz y ríe con los demás niños. Sólo cuando ha asumido del exterior una serie de creencias sobre cómo «deben ser» las cosas y se mide con ellas concluye que no es «normal» y se entristece. Sólo al compararse con los otros niños, deduce que no tiene motivos para ser feliz. Sólo cuando ve que su felicidad espontánea no es compartida por sus padres, y que ellos lo miran con amargura, infiere que no es el que debería ser, y lamenta su suerte. Antes era feliz, porque le bastaba ser. Ahora no es feliz, porque cree que no se trata tanto de ser, como de ser de un modo particular... ¡Y él no es de ese modo particular!

El niño, poco a poco, es incitado a vivir «mirando hacia fuera», es decir, hacia algo diverso de Sí mismo: hacia unas ideas o modelos de ser y de actuar, hacia el modo de ser de los demás. O, más bien, comienza a mirarse «desde» todos esos modos y modelos. El inconveniente no radica en que cuente con esas referencias, que necesita para funcionar en el mundo, sino en que piense que ellas le dan la medida de su identidad esencial, de su valor intrínseco. Cuando así lo cree, su mente —la comparación— le arranca del Tao, de la tierra fértil en la que era espontáneamente gozoso y bello. Comienza a vivir en su auto-imagen, en un mundo hecho de evaluaciones y de juicios: «Yo debo ser de este modo y no de este otro», «soy esto y no soy aquello», «soy más que...», «soy menos que...». El niño es, así, expulsado del paraíso.

El yo superficial «mira hacia fuera», es «excéntrico» (se aleja o enajena de su centro), de dos maneras fundamentales:

La primera es la que acabamos de describir: es «excéntrico» porque no se limita a ser, sino que se preocupa exclusivamente por sus modos de ser —por ser esto o aquello, así o asá—; porque mira a los demás y se compara con ellos, y cree que al mirarlos, al estar al tanto de lo que los demás son y de cómo son, puede saber quién es él y conocer su valor. Pero yendo en esa dirección, siendo en función de los demás, preocupándose por ser «alguien» en y ante el mundo, ya no es desde sí mismo.

Se sumerge, así, en una creciente pobreza interior y en la preocupación mezquina. Se marchita como el lirio al que no le bastaba ser quien era, con las raíces en el aire, arrancadas por la comparación, cuando antes, sin preocuparse por ello, era espléndido en su belleza, y ni Salomón en su momento de mayor gloria se adornó como a él la Vida espontáneamente lo adornaba.

(*)Los lirios del campo y las aves del cielo, pp. 46-48.


Una flor, para expresar toda su belleza y singularidad no tiene más que ser lo que es, dejar a la Vida actuar en ella y a través de ella.

La «Esencia de toda cosa» es la Fuente de nuestra Identidad. Quien está arraigado conscientemente en su Fuente se siente plenamente ser. Quien no lo está, ha de huir de su vacío, de su dolor esencial, siendo «alguien» ante los demás y ante sí mismo. No es libre; necesita desesperadamente el espejo de los otros, su confirmación. No pretender ser lo que no somos, ni obstinarnos en ser de una forma en particular.

Cuando, como el arbolito de nuestro ejemplo, nos empeñamos obstinadamente en ser de esta forma o la otra, así o asá, en llegar a ser esto o lo otro, nos identificamos con algunas de las posibles expresiones de nuestra Identidad profunda — cierto aspecto o modo de ser, ciertas situaciones de nuestra vida, ciertos logros, experiencias, etc.—, cristalizamos lo que es por naturaleza móvil, evanescente y cambiante, e impedimos que esa Fuente, nuestra hermosura interior, fluya con toda su belleza y gracia natural. Dejar a la Fuente ser lo que es, respetar su fluir espontáneo, no obstaculizando la expresión libre y renovada de su verdadera Identidad, equivale a limitarnos a ser.

Fuente. M. CAVALLÉ: La sabiduría recobrada


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