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El ambiente filosófico-religioso en el mundo helenístico precristiano (II)

Proseguimos presentando de forma sintética el ambiente filosófico-religioso en el mundo helenístico en el que se fraguó el cristianismo, de la mano de A. PIÑERO (ed.) en Orígenes del cristianismo. Antecedentes y primeros pasos. Primero, presentamos de forma sintética la primera parte del artículo para complementarlo con algunas otras cuestiones importantes en aquel ambiente filosófico-religioso helenístico: las ideas, anhelos y esperanzas que pululaban en la mente de las gentes de aquellos pueblos, formando una especie de atmósfera religiosa común, el humus cultural de fondo en medio del cual se fraguó el cristianismo: ética, hombres divinos, culto al emperador, vida de ultratumba, gnosis y religiones de misterios.

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El ambiente filosófico-religioso en el mundo precristiano

En el efervescente mundo mediterráneo en el que vio la luz el cristianismo, las ideas filosóficas centrales de las escuelas más importantes habían alcanzado los diversos pueblos de la oikoumene. La oferta era muy diversa. Filósofos cínicos, estoicos, platónicos, teurgos y «hombres divinos», miembros de sectas órficas o neopitagóricas pululaban por las calles y mercados ofreciendo un resumen digerible de su filosofía, de los ideales éticos de su escuela o sus principales ideas religiosas. Gracias a esta ‘predicación' callejera y a una tendencia en muchos ámbitos al sincretismo, se produjo una suerte de koiné o comunidad de ideas filosófico-religiosas cuya importancia a la hora de la difusión del cristianismo fuera de las estrictas fronteras de Palestina no puede subestimarse.

En los siglos anteriores a nuestra era, el espíritu sincrético en materia de religión era absolutamente dominante: existía una fuerte y común tendencia a asimilar los dioses de unas religiones a otras. En el ámbito judío de la época helenística se percibe la tendencia a anexionarse como propios los sabios —y sus ideas— de otras culturas. ¿Cuáles pudieron ser algunas de estas ideas «comunes» en esa amplia zona que constituía el mundo helenístico?

La idea de Dios y la posibilidad de su conocimiento. A la par que el pensamiento judío, la mayor parte de las mentes religiosas del helenismo tardío tendía fuertemente hacia un monoteísmo práctico. El platonismo consideraba en la práctica la idea del Bien casi como una divinidad personal, primer principio, inmutable, ser verdadero y absoluto. Para los estoicos no había duda de la existencia de una única divinidad suprema, a la que se podía denominar de diversas formas: Zeus, el Logos o Razón suprema del Universo, la divinidad lo invade todo (panteísmo), el universo se halla entero transido de Dios y todos formamos parte de él. Varios factores sociológicos coadyuvaban hacia este monoteísmo práctico: el gobierno personal del emperador, una concepción del cosmos ordenado y una fuerte tendencia sincrética. Aunque los filósofos proclamaran que Dios es en sí incognoscible, era teoría general que el intelecto humano podía conocerle por sus obras, e incluso que existía una vía puramente intelectual para «comprender» algo de su esencia: con la práctica de las virtudes, la mente quedaba purificada y podía conseguir de forma natural un mejor conocimiento de la divinidad.

La estructura del universo Aunque dominaba en general la idea de un cosmos esencialmente bien organizado y ordenado, las teorías filosóficas sobre su origen y estructura variaban ostensiblemente. Para los platónicos, la única realidad verdadera era el mundo de las ideas inmutables y eternas. Las Ideas son lo único real. Aparece aquí un dualismo esencial entre el mundo superior, intelectual, puro y perfecto de las Ideas, y la materia, pobre imitación de lo de arriba. Los estoicos predicaban que el mundo es como un ser gigantesco, dotado de alma racional, el Logos, que mantiene un orden cósmico en el que todas las partes se hallaban conectadas y relacionadas entre sí. Esta racionalidad cósmica está impregnada totalmente de la divinidad. El mundo estaba dividido en dos partes: el celestial, supralunar, que era imperecedero e inmutable, el infralunar, sujeto a toda suerte de cambios y a la corrupción. La tierra fue concebida el centro de atención del mundo sublunar. Por encima de la luna se encontraba el ámbito de los planetas, que ejercían un poderosísimo influjo en la vida de los mortales, normalmente para mal. Por encima de los planetas se hallaba el círculo de las estrellas fijas y el sol, sede de la divinidad.

Estructura antropológica La concepción dualista del ser humano, establecida por Platón y sus sucesores como compuesto de una porción material, el cuerpo, y otra espiritual, el alma, habría de revelarse como casi universalmente aceptada por toda la oikoumene y absolutamente decisiva para barrer de las conciencias, incluso judías, cualquier concepción análoga a la antigua interpretación hebrea del ser humano como un unicum, un ser carnal animado, donde sólo la razón podía distinguir artificialmente dos partes que se hallaban en realidad indisolublemente unidas. Para Platón, sólo el alma pertenece al mundo verdaderamente real y superior; el cuerpo es un mero vehículo del alma, que es la única inmortal por esencia. Fue probablemente el estoico Posidonio el que contribuyó a expandir una antropología tricotómica que tendría gran éxito: el hombre se compone de tres partes: el cuerpo, material y terreno, la parte intermedia, o alma, la tercera, el espíritu, que procede del mundo supralunar, imperecedero e inmutable. Esta es la parte suprema del hombre y la única que puede unirse con la divinidad. (ver por ejemplo aquí, la antropología bíblica)

Ética

Es éste, sin duda alguna, el ámbito filosófico que más se desarrolló y más amplio eco encontró entre los pueblos del helenismo tardío. Si las ideas sobre física, cosmología, teoría del conocimiento, la psicología racional o incluso las especulaciones en torno a la esencia divina de las diversas escuelas filosóficas podían penetrar en un número limitado de oyentes, las prescripciones morales, impartidas a los auditorios en forma de máximas, breves sentencias, historias edificantes con moraleja, cuadros de deberes domésticos, o de los diferentes estamentos de la sociedad, alcanzaron una inmensa difusión y llegaron a ser un bien casi universal de las masas del helenismo.

La ética platónica estaba relacionada con sus teorías de las ideas y la división tripartita del alma humana. La parte superior, o intelectiva, debía aspirar a todas las virtudes intelectuales, especialmente la adquisición de la sabiduría; a la parte intermedia, o irascible, le correspondía el valor; y a la parte inferior, o apetitiva, el dominio o autocontrol. Los cínicos, propalaban que se debía tener cuidado sobre todo del alma, y prestar atención al cuerpo exclusivamente en lo indispensable.

Los cínicos, por medio de las figuras de sus predicadores ambulantes, propalaban que se debía tener cuidado sobre todo del alma, y prestar atención al cuerpo exclusivamente en lo indispensable, pues la felicidad consiste en la virtud y no en el placer o en las cosas exteriores. Los cínicos eran voluntaristas y sostenían que la práctica de la virtud no andaba necesitada de ninguna ayuda de la divinidad, pues consistía en vivir conforme a la naturaleza.

Los epicúreos afirmaban que el fin del hombre es conseguir el mayor placer posible y evitar el dolor. El placer debía ser siempre conforme a la naturaleza racional del hombre. El mayor placer del epicúreo reside en una vida absolutamente tranquila rodeada de buenos amigos. La amistad es el supremo placer. Epicuro recomendaba a sus seguidores un apartamiento de la vida política y de negocios, pues la ambición y el poder entrañan un dolor intrínseco. Satisfechas las necesidades del cuerpo, lo importante es adquirir el equilibrio y la imperturbabilidad (ataraxia).

Fueron sobre todo los estoicos, los que extendieron a lo largo y ancho del mundo helenístico y romano un ideal de vida virtuosa, y marcaron con la impronta de sus ideas morales toda esa época de la humanidad. Grupos étnicos como los judíos de la diáspora, junto con los prosélitos y simpatizantes que pululaban en torno a la sinagoga, no sentían ninguna atracción por la física o la cosmología de la Estoa, pues los conceptos fundamentales sobre el mundo los tenían in nuce en el libro del Génesis. Sin embargo, la ética de la Estoa, muy desarrollada, sí ejerció un influjo poderoso. «El cristianismo utilizó algunos de los términos que eran usuales en el estoicismo: espíritu, conciencia, logos, virtud, autosuficiencia, libertad de expresión (parresía), culto razonable, etc. La influencia estoica también parece manifestarse en cuestiones como la maldad radical de la humanidad, necesidad del examen de conciencia, el parentesco de la humanidad con lo divino, negación de los valores mundanos, énfasis en la libertad interior por encima de las circunstancias externas.

Para los estoicos, el fin de la vida humana era practicar la virtud. Para el hombre concreto ésta consistía en vivir armoniosamente (gr. homologouménos zen) con el logos o razón, que invade el universo, y del que el hombre participa. Tal armonía se logra viviendo de acuerdo con la naturaleza. La práctica de la virtud basta para procurar la felicidad. La felicidad es esencialmente algo interior, independiente de las circunstancias externas. La libertad y la felicidad sólo la dan los valores internos del hombre (aquello que depende de su sola voluntad), la acción moral sin yerro, el trabajar para uno mismo: tal fue el mensaje de sosiego que el estoico jamás se cansó de proclamar. El ideal del hombre aquel que conseguía la felicidad gracias a una absoluta imperturbabilidad, a un estar de acuerdo consigo mismo, superando todas las adversidades del destino. Sólo el sabio es verdaderamente rico, libre y feliz. Los estoicos sostuvieron que no había diferencia alguna entre griegos y bárbaros, esclavos y libres. La idea de la comunidad de la naturaleza humana nació en el mundo helenístico y fue transmitida por la Estoa a los romanos. Socialmente el hombre debía comportarse como un ser comunitario, como animal social. Ser ciudadano del mundo, cosmopolites, constituía la mayor dignidad y responsabilidad del hombre.

Los «hombres divinos»

En el helenismo tardío, la figura de los predicadores ambulantes que popularizaron las ideas más asequibles de las escuelas filosóficas se complementaba con otra, no menos popular y acostumbrada: la de los magos ambulantes, taumaturgos, ascetas, filósofos y consejeros de almas que creían poseer en su interior una participación especial del poder de la divinidad: los theoi andres u «hombres divinos». Un ejemplo pudo ser Apolonio de Tiana, hombre dotado de poderes milagrosos, sanador de almas y cuerpos, predicador viajero por muy diversas ciudades de un ideal filosófico-ascético. Se decía de él que había tenido un nacimiento maravilloso y sobrenatural y había reunido a diversos discípulos, que transmitieron luego su doctrina. Su imagen era percibida como paralela a la de Jesús. Es como la contrapartida pagana de la figura del profeta ambulante hebreo, dentro de la que puede encajarse de alguna manera a Jesús. El tipo del theios aner, perfectamente asimilado por las masas helenísticas, explica que quienes en el ámbito helenístico nunca habían oído hablar de Jesús pudieran encajarle rápidamente dentro de ese esquema de «hombre divino», que ya existía previamente y cuyos rasgos podían, a su vez, colorear la imagen misma de Jesús que se transmitía oralmente.

El culto al emperador como ser humano divinizado y salvador

Existía la predisposición de la época helenística y romana a aceptar sin dificultad la idea de un ser humano con predicados divinos.  Este culto representará el caballo de batalla entre el cristianismo y el Imperio, por cuanto el fiel cristiano se enfrentaba simultáneamente a una doble obligación similar y contradictoria: adorar, oficialmente, al emperador como dios y, privadamente, a Cristo como único rey divino.

En todo el antiguo Oriente Medio el ambiente religioso estaba preparado para aceptar la idea de la divinización de un ser humano bajo especiales circunstancias.  En la religión asirio-babilónica, e incluso en la persa posterior, el monarca era el representante natural de la divinidad por razón de su cargo. El rey era como el eslabón que unía al ser humano simple con la divinidad. En el ámbito griego existía una tendencia similar en la práctica de divinizar, ciertamente tras la muerte, no en vida, a determinadas personas dotadas de poderes especiales (los «héroes»). Tal acto contribuía a desdibujar la línea divisoria entre lo divino y lo humano. La filosofía, por otro lado, había propalado la idea de que sólo una persona dotada de poderes divinos podría implantar el orden, la paz y el bienestar en el mundo. Por ello, el atribuir honores cuasi divinos a los monarcas como benefactores fue algo común en el helenismo comenzando por Alejandro Magno y siguiendo por sus sucesores.

En el ámbito romano, la divinización de un emperador vivo había sido preparada por los honores tributados a Julio César por las provincias orientales, como si se tratara de un dios viviente, y la apoteosis de éste tras su trágica muerte. Julio César fue contado entre los héroes y como tal trasladado al ámbito divino. El senado y el pueblo de Roma lo declaró dios, divus Julius. Igualmente ocurrió con Augusto, quien como restaurador de la paz y benefactor de los pueblos fue saludado como salvador.

La investigación histórica ha destacado las semejanzas entre el lenguaje de ciertas inscripciones imperiales, que alaban al emperador como soter (salvador) y anuncian la buena nueva (gr. euaggelion) de su proclamación o de sus beneficios, y la similar terminología cristiana que aplica los mismos títulos a Jesús y su evangelio.  Del mismo modo encontramos una terminología semejante cuando los textos nos hablan de la gracia, de la bondad y filantropía del emperador, de su parusía y de su epifanía. Tanto Augusto como Jesús se adecuaban a las expectativas populares de un salvador, de un rey que debería nacer para alegría del mundo y que traería la paz. Los cristianos aceptan una terminología ciertamente previa, proclamando que el verdadero soter es Jesús, que su buena nueva es un euaggelion. El adquirir una aureola divina después de la muerte no era un hecho raro en la época imperial. Para ellos la figura de Jesús, cuyo espíritu se encontraba presente en la comunidad, podía fácilmente ser concebida como salvadora, mesiánica.

Concepciones de ultratumba

A partir del siglo VI a.C. comenzó a difundirse una doctrina bastante coherente sobre el destino de los seres humanos tras la muerte. Anteriormente se pensaba que los espíritus o almas de todos los difuntos iban a parar a unos depósitos bajo la tierra donde seguían viviendo una vida de sombras, independientemente de sus acciones durante su permanencia en el mundo. Esta concepción era igualmente compartida por los semitas (el sheol del AT) como por indoeuropeos, griegos (Hades) o latinos (inferí). Más tarde, a la vez que se iba abriendo camino la división del ser humano en dos partes distintas, que debían tener diferentes destinos, se llegó a la convicción, particularmente por el perentorio argumento de buscar en otro mundo la existencia de una justicia que en el presente brilla muchas veces por su ausencia, de la existencia de premios y castigos para los humanos tras la muerte, según hubiera sido su comportamiento en esta vida. Desarrolladas primero estas ideas en diversos conventículos, tuvieron luego sobre el pueblo sencillo una notable influencia, a lo que parece por obra de los órficos y de los filósofos ambulantes pitagóricos, en dos campos principales: la divulgación de la fe en la inmortalidad del alma  y la convicción de la existencia de lugares donde se premia o castiga a los humanos tras la muerte. La unión del pensamiento filosófico con la imaginación popular llevó a pensar que no podían estar en el mismo lugar las zonas de castigo y las de bienaventuranza, por lo que éstas últimas se pensaron en las límpidas alturas, más allá del mundo lunar, y las de castigo se imaginaron situadas en el lóbrego fondo de la tierra.

La primera de esas dos creencias se concretizaba, en algunos casos, en la convicción de la metempsícosis o transmigración de las almas: éstas, separadas de los cuerpos de los difuntos, vagaban por el mundo aéreo en espera de poder ingresar en otro receptáculo temporal, o, terminado su periplo, debían aguardar un premio o castigo eternos.

En otros casos, se pensaba simplemente que, tras la muerte y un justo juicio divino, se recogían los premios y castigos merecidos por el comportamiento durante la vida. Los primeros, en el mundo griego, se recibían en las bien conocidas «islas de los bienaventurados» o «campos elíseos», y la descripción de la bienandanza que allí se disfrutaba no variaba mucho de lo que hoy cualquier espíritu cristiano sencillo se imagina ser la bienaventuranza en el cielo, aunque se insistía en las nociones de reposo, contemplación feliz de Dios o la participación en un banquete perdurable. Los segundos se situaron en el Hades o el Tártaro. Los judíos aceptaron de buen gusto esta concepción. La mentalidad judía durante la época helenística adoptó las ideas o concepciones paganas y las ideas que les iban unidas: oscuridad terrible, diversidad de tormentos, eternidad, larga duración de las penas.

La gnosis

En la época precristiana no existían aún movimientos filosóficos o sectas religiosas bien estructuradas a las que podamos denominar gnósticas. El gnosticismo es un fenómeno estrictamente poscristiano y aparece bien articulado sólo en el siglo II de nuestra era. Pero temas, motivos, teologuemas, ideas, aspiraciones, etc., de las que luego se plasmarán en conjuntos más o menos armónicos, son perceptibles en todo el oriente del Mediterráneo antes de la era cristiana. Cuando el grupo cristiano da sus primeros pasos ya se encuentra a gnósticos en su camino.

La gnosis no es más que un comportamiento religioso elemental, que luego se traduce a un sistema filosófico-religioso por medio de la exégesis de textos que se consideran previamente santos, ante la profunda y dolorosa sensación de la distancia entre dos polos —el espiritual-humano y el espiritual-divino— que se estima deberían estar unidos. El gnóstico no hace otra cosa que formularse, como todas la religiones, preguntas básicas: ¿de dónde procede el hombre?, ¿cómo se explica su situación presente?, ¿es un ser unitario o está compuesto de partes?, ¿hacia dónde camina el ser humano?, ¿cómo puede liberarse de su angustiosa situación en este mundo?, ¿es posible una salvación, y cómo? El gnóstico está convencido que se puede responder satisfactoriamente a esos interrogantes. El cree que todas las realidades del mundo presente, cuando se interpretan bien, son un reflejo paradigmático de otras entidades superiores, no materiales. Y al revés, esas realidades superiores tienen su contrapartida o reflejo en las de aquí abajo.

A las preguntas elementales antes formuladas, el gnóstico responde que existe un Dios único misterioso y supertrascendente, pero que en un momento de la inmensa eternidad se ha proyectado hacia el exterior, por emanación, dando origen a un «mundo» superior, divino, del que procede —a su vez— este inferior; que el universo ha surgido por degradación de una entidad divina en un misterioso, necesario y desgraciado proceso, según el cual en un instante dado una sustancia divina engendró casi por error o lapsus el mundo material, y con él al hombre; el universo, entonces, es algo que procede de lo divino, pero al mismo tiempo es un mal fruto de éste, por lo que significa degradación, el último y peor escalón del ser; que hay en la parte superior del ser humano, el espíritu, una centella o chispa divina, procedente de ese mundo superior, y que por ese misterioso proceso ha caído a este mundo viéndose sometida al nacimiento, a la muerte y al destino. Afirma también que esta centella, que en el mundo se halla como adormilada y entontecida por la materia que la rodea, aherrojada en el cuerpo material del hombre, es el verdadero «yo», preso en este mundo tenebroso, y que su verdadera patria se halla en el cielo o zona superior; mientras vive aquí abajo, las potencias demónicas de las tinieblas intentan controlar esa centella.

Esa centella divina debe ser despertada gracias a la llamada de un ser divino, ya sea la contrapartida celeste de esta chispa, ya sea un Salvador celestial que —enviado por el Dios supremo, apiadado de los seres que portan esa chispa consustancial con El— desciende desde el ámbito supraceleste hasta la tierra. Ese salvador/revelador pasa por las esferas intermedias, burlando a los poderes demónicos que las controlan, y revela/recuerda al hombre la existencia de esa centella divina, ayudándole para que se reintegre finalmente a su origen. Terminada su obra de revelación, ese Salvador ha de ascender otra vez al ámbito celeste y preparar así el camino para la reintegración en él de los espíritus que acepten su revelación. La liberación es, pues, una redención que no puede nunca ser realizada por el hombre con sus propias fuerzas. La fe es creer en esa revelación del Salvador y en la vendad de su «llamada». El conocimiento revelado (gnosis) que aporta el Salvador es la ayuda que, aceptada e interiorizada, supone la salvación. Esta no es más que una vuelta a la zona superior de donde procede. La revelación es a la vez sabiduría verdadera, enseñanza y exhortación a una vida concorde con las exigencias de ese retorno al cielo. Los seres humanos están compuestos de tres partes: cuerpo o materia, alma o hálito vital, que otorga movimiento y sensaciones al cuerpo, y espíritu o parte superior. Es ésta propiamente la que es de origen divino, consustancial con la divinidad, y la única capaz de comprender y asimilar el mensaje del verdadero conocimiento que trae el Revelador, la gnosis, y gracias a él salvarse.

Todas estas ideas se hallaban extendidas difusamente entre muchos círculos piadosos y esotéricos del Mediterráneo oriental antes de los albores de la era cristiana. Formaban una especie de atmósfera religiosa respirada por muchas personas pertenecientes oficialmente a distintas religiones, y en muchos aspectos coincidía con doctrinas estoicas y sobre todo platónicas.

Las religiones de misterios

Las religiones de misterios ofrecían la posibilidad de una tal liberación, de modo que, tras una vida más pacífica y absuelta de temores y terrores, el hombre que se había iniciado en esas religiones podía ser trasladado tras su muerte del ámbito del ciego Destino al reino celeste de la divinidad. Las características generales de las religiones de misterios helenísticas se pueden resumir así : 1) existencia de una sólida organización de cada comunidad, a la que los miembros se hallaban rigurosamente sujetos; 2) admisión en ella por medio de ritos de iniciación; 3) participación en asambleas regulares en las que tenían lugar celebraciones sacramentales (por ejemplo, comidas comunes); 4) obligación de observar una serie de preceptos morales y ascéticos; 5) prestación de apoyo mutuo entre los miembros; 6) obediencia al dirigente del grupo; 7) cultivo de diversas tradiciones religiosas sujetas a la disciplina del arcano. Para conseguir la salvación que ofrecían los Misterios, el hombre piadoso debía formar parte de un grupo o comunidad en torno a una divinidad salvífica. La entrada en ese cenáculo de escogidos significaba para el aspirante someterse a un rito de iniciación. La vida de este nuevo ser no concluye cuando muere, cuando ha de pasar al reino de las potencias infernales. En ello interviene la mediación de la sotería o salvación. Las divinidades que la otorgan son designadas “salvadores”. La figura que ocupa la posición central en las religiones mistéricas es la imagen de una divinidad joven, que sufre la muerte y resucita de nuevo de algún modo. La unión cultual con esa divinidad mistérica permite al iniciado participar en el destino de aquélla, así como en su muerte y en su nueva vida ya imperecedera.

Al igual que la creencia en la inmortalidad de la parte superior del hombre, la fe en démones y en fuerzas superiores dispuestas a ayudar al ser humano había llegado a ser parte de la atmósfera religiosa común del helenismo. Mientras unas personas se orientaban hacia el consuelo que proporcionaban los «misterios», otras preferían inclinar a su favor a esas potencias superiores por medio de la magia y la hechicería. Igualmente desempeñaba un papel importante en esta época la conciencia de culpa y la posibilidad de expiación. El cristianismo, cuando se expande por el mundo helenístico, participa de este ambiente y de esta religiosidad, e incluso llega a utilizar el mismo lenguaje y las mismas categorías comunes, como cuando Pablo habla del hombre nuevo cristiano, del bautizado, como surgido de la muerte del ser anterior con Cristo y de un nuevo nacimiento, o cuando para muchos cristianos el ágape eucarístico era como el de los misterios, pues garantizaba la inmortalidad de los que en él participaban. Este hecho en sí no es nada sorprendente, pues lo que importaba en el momento era qué respuesta concreta se daba (liberación por ayuda de Isis, o por la proclamación de Jesús como hijo de Dios, salvador) a unas ansias y aspiraciones comunes.

Fuente: A. PIÑERO: Orígenes del cristianismo. Cap 2. (resumido)

(1)Antonio PIÑERO es Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.


Ver también la sección: JESÚS DE NATZARET / CONTEXT HISTÒRIC-CULTURAL


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