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LUCES EN LA SOMBRA

La «banalidad del bien», frente la «banalidad del mal»

Algunos ejemplos de cómo en medio de la barbarie florecen muestras de esperanza para la humanidad.

La «barbarie» aún está muy extendida, la «civilización» no parece que haya hecho mella todavía en ciertos grupúsculos humanos o individuos, lo vemos en las atrocidades humanas que todavía hoy se comenten, por ejemplo, en los conflictos bélicos, en los cuales la condición de «humanos» en algunos individuos parece haber desaparecido. Una «verdadera humanización», una tarea aún pendiente. La «humanización» progresiva como especie debiera convertirse en un imperativo ineludible, la «humanización» individual una tarea siempre inacabada, el aflorar la más noble y heroica versión del corazón humano en medio de la más grande desolación y la barbarie, un regalo para toda la humanidad, un estímulo y un ejemplo para todos. También en nuestro entorno aparecen «luces en la sombra», lo hemos visto a lo largo de la historia en quienes, heroica o anónimamente, entregan su vida en favor de los demás, lo hemos apreciado en el presente con actitudes humanamente audaces en favor de los más necesitados en medio de conflictos bélicos y en tantas otras circunstancias extraordinarias o quizás cotidianas en aquellos que son capaces de sacar de su corazón lo mejor de sí mismos al servicio de los otros. Frente a la «banalidad del mal», la «banalidad del bien» no ha sido vencida.

La profesora Ana Rubio, especialista en el período del Tercer Reich, presenta en este artículo algunas claves de comprensión de la ideología destructiva y antihumana del nacionalsocialismo a partir de sus textos y de sus principales figuras. Ana Rubio es Doctora en Teología por la Facultad de Teología de Cataluña. Master en Filosofía por la Facultat de Filosofía de la Universidad de Barcelona. A continuación presentamos un resumen del mismo. Para consultar su versión completa, la referencia al final del texto.

Ana Rubio, especialista en el período del Tercer Reich (*)

El holocausto roza constantemente los límites de la locura. Una locura, introducida no por la crueldad de los crímenes perpetrados, sino por el logro de la división de la conciencia moral. El dramatismo del holocausto no se halla únicamente en las humillaciones, vejaciones, torturas y asesinatos sino en cómo estos actos depravados desfiguran la conciencia individual, la idea que se tiene de uno mismo, una escisión interior que destruye al sujeto y salva parcamente al hombre y al testigo.

Los mecanismos que generó el nazismo se debieron en parte a la razón, a la tecnología y a la burocracia. Todo fue una descomunal e infame perversión urdida y llevada a cabo por un puñado de paranoicos de la raza aria a causa de determinadas circunstancias históricas. Algo completamente insólito y, por lo tanto, distante del hombre en sí. Esa desintegración de los rasgos definitorios de lo humano viene dada por entender al hombre como el elemento clave a dominar, anulando su individualidad en el que su existencia se declara superflua.

Impresiona constatar que aquellos agentes ejecutores no eran demonios ni monstruos. Fue gente tan plana, estereotipada y falta de profundidad que resultaba difícil relacionarla con su delito. Es la lección principal de Auschwitz. El mal más terrible está tejido con posturas y conductas banales que comportan la pérdida de algo esencialmente humano: la escisión de la conciencia moral. Más aún, la «normalidad» del mal nos lleva a afirmar que la característica más relevante de esta banalidad del mal es la carencia de la facultad de juzgar del individuo.

Después de Auschwitz el principal problema no estriba en el silencio de Dios o en su existencia, sino en la existencia del propio hombre: «No es Dios el que murió en Auschwitz, es el hombre».

Nos proponemos mostrar algunos ejemplos que durante la misma barbarie son muestras de esperanza para la humanidad. Incluso dentro de ese mismo infierno creado por la mano del hombre hubieron seres humanos normales que devinieron excepcionales, que velaron por las víctimas y que nos demostraron que el estado normal del hombre no es vivir en la violencia y en la maldad, sino en la paz, en la compasión y en el desprendimiento a favor del otro.

Nosotros, en este artículo, hemos elegido hablar de estas personas, de estas «luces» que pasan inadvertidas en la oscuridad que propicia el terror y que, aún hoy, olvidamos a menudo. Ellas fueron la esperanza en Auschwitz, ellas siguen siendo un referente de esperanza ante cualquier clase de salvajismo actual. Ellas son el testimonio que hace que el hombre, más allá del tiempo que le toca vivir, reconozca la imposibilidad de silenciar absolutamente la humanidad, aunque la evidencia de los hechos nos lleve a afirmar lo contrario. También el bien se descubrió «banal» en Auschwitz. Su «banalidad» radicaba en que procurar por el prójimo era algo normal, una opción fundamental libre, meditada desde lo más hondo de la humanidad de cada hombre, de aquel que no puede ni quiere cerrar los ojos ante la devastación de su especie.

La «banalidad» del bien, respuesta de la facultad de juicio en la persona

En contra de aquellos que fueron «reos» de la banalidad del mal
-esto es, reiterémoslo una vez más: 1) del mal entendido como única forma de vida, llevado a cabo a través de la violencia gratuita; y 2) de la anulación de la capacidad de pensar en la persona que comporta la supresión de la decisión autónoma-, presentaremos en este apartado algunos hombres y mujeres que fueron acompañados por el silencio «elocuente» de Dios, es decir, aquellos -luces en la sombra- que trazaron su camino en la «banalidad» del bien. Camino en el que Dios aparece «inútil» a los ojos del mundo inmediato; un Dios cuya omnipotencia reside en el quehacer diario junto al hombre. Efectivamente, nos hallamos ante un Dios que nada puede sin el hombre:
«Sí, Dios mío, pareces bastante poco capaz de modificar una situación que, a fin de cuentas, es indisociable de esta vida. Pero no te pido cuentas de ello. Por el contrario, es a ti a quien corresponde convocarnos un día a dar cuentas. Me parece cada vez más claro, a cada latido de mi corazón, que tú no puedes ayudarnos, sino que nos corresponde a nosotros ayudarte y defender hasta el final la morada protectora que tienes en nosotros. Hay personas -¿quién lo creería?- que en el último momento tratan de poner a salvo sus máquinas aspiradoras y sus cubiertos de plata, en lugar de protegerte a ti, Dios mío. Y hay quienes intentan proteger su propio cuerpo, que, sin embargo, no es más que el receptáculo de mil angustias y de mil odios. Dicen: “¡Yo no he de caer en las garras!”, olvidando que mientras estemos en tus brazos no estaremos en las garras de nadie. Esta conversación contigo, Dios mío, empieza a devolverme un poco la calma. Por eso habremos de tener otras muchas, y de ese modo impediré que me rehúyas. Sin duda, conocerás también momentos de escasez en mí, Dios mío, momentos en los que mi confianza ya no te alimentará con tanta abundancia. Pero, créeme, seguiré trabajando para ti, te seguiré siendo fiel y no te echaré de mi recinto.» (Etty Hillesum, 12 de julio de 1942)

Aquí entra en juego la «banalidad» del bien, esto es, hacerse cargo de las acciones, responsabilizarse en todo lo que cada historia humana tiene de intangible: es el despertar de la conciencia de una vida que se pone a actuar en beneficio del prójimo sin pedir ni gratitud, ni reconocimiento, ni recompensa, y que, además, desaparece en el anonimato. La «banalidad» del bien actúa por y en el ser humano a través del silencio, podemos afirmar que su característica primordial es la discreción, no reclama ninguna apariencia chillona, sino que es imitación de aquel silencio de Dios que irrumpe en la historia no con mano fuerte que destruye el mal de un «golpe», sino con un amor que pretende incluso convertir libremente al que se ha alejado de su propia humanidad.

Es el caso de un simple ciudadano italiano, Giorgio Perlasca, quien se hizo pasar por cónsul español en Budapest ante el gobierno filonazi húngaro. Su intención no radicaba en obtener beneficios propios, sino en salvar vidas humanas. «¿Por qué lo hizo?»: «Tuve la posibilidad de ayudar y lo hice.» Para él no cabía otra solución ante tales hechos criminales. Para él su respuesta no era la de alguien extraordinario, sino únicamente la de un ser humano ante el sufrimiento de otro ser humano. Por tanto, su acción no era exclusiva, sino extensible a todos los hombres que eran capaces de conmoverse con la imagen de las aguas rojas del Danubio teñido por la sangre de inocentes.

También la madre María Skobtov, que murió gaseada el 31 de marzo de 1945 en el campo de Ravensbrück por ayudar a los judíos, se pronunció en esta misma línea del amor al prójimo no como un provecho para sí mismo, sino para el otro, «imagen de Dios». En uno de sus textos afirma que el crecimiento espiritual va unido al tiempo y al espacio que toca vivir a cada ser humano. El hombre no puede desentenderse del que tiene al lado sean cuales sean las circunstancias que le rodeen: «Nadie tiene derecho a decir que progresa espiritualmente en el amor al prójimo si descuida la dimensión que, en la medida de sus fuerzas y según las urgencias del tiempo y el espacio, debe realizarse corporalmente.» Más aún, declara que el auténtico amor es el amor sacrificial, aquel que el hombre no rehúye en la adversidad, aquel por el que el hombre no rompe los vínculos con el mundo que le rodea«El hombre verdaderamente misericordioso no sólo da la limosna a que está obligado, sino que soporta con alegría la injusticia que los otros le infligen y les perdona. Es verdaderamente misericordioso aquel que sacrifica su alma por su hermano y no aquel que, por medio de la limosna, es caritativo con él.» «Déjate perseguir, pero tú no persigas. Déjate crucificar, pero tú no crucifiques. Déjate ofender, pero tú no ofendas. Déjate calumniar, pero tú no calumnies… Alégrate con los que se alegran y llora con los que lloran: este es el signo de la pureza. Ten pena con los que sufren. Derrama lágrimas con los pecadores. Goza con los que se arrepienten.»

Muchos fueron los hombres y mujeres que antepusieron las vidas de los demás a las suyas propias, muchos fueron los que vivieron una humanidad radical.

Únicamente a través de la facultad de juicio de la persona, es posible dar un valor general en el tiempo a lo que es por sí mismo personal, contingente y propio. No se trata, pues, de no erigirse exclusivamente como opresor, sino de no hacerse cómplice por omisión. No basta con no atizar con el látigo, con no empuñar un arma. Sólo a través de la facultad de juicio es posible penetrar la trama de historias humanas diferentes y conflictivas, y hacerse responsable del conflicto. Para ello, como dice Hillesum, «bastaría con un solo hombre digno de este nombre para que se pudiera creer en el hombre, en la humanidad…»

En otras palabras, para que esa «banalidad» del bien se manifieste aún en las sombras, bastaría con que el hombre viese al prójimo ante sí no como una categoría, sino como una persona. Y eso pasó en esta historia negra en la que la esperanza había perdido todo su significado. Desde el mismo centro del mal también surgieron llamas de humildad y bondad que anularon esa banalidad del mal.

Fue, sin duda, esa puesta en el lugar del otro vivida en su propia carne, lo que le permitió a algunos despertar su facultad de juicio. El enemigo, un doble inverso del ser humano o una posesión del mal, puede también convertirse en algunos casos en aquel «buen ladrón» que fue crucificado junto a Jesús. El Cristo crucificado, la Víctima, le promete entrar con Él en el paraíso donde mora el Padre. Al igual que Dios, que se halla en la misma estancia junto al hombre, el otro tampoco deja de la mano a su semejante, aunque este último haya renunciado a su identidad, a su «rostro». Al igual que Dios cierra los ojos ante el pecado del hombre, sin cerrar su corazón al arrepentimiento, dejando siempre la puerta abierta a la conversión, el otro también es capaz de ver en el verdugo aquel extraviado que puede recuperar de nuevo su propio yo, su propia existencia. Ello provoca en el enemigo una lucha contra el mal interior que le viene dada por la lucha pacífica contra el mal exterior y que sirve de preparación para la erradicación de la banalidad del mal en el hombre.

Así, la «banalidad» del bien comporta una doble «disposición»: el no odio al enemigo y el inicio de la batalla contra el mal que se ha acomodado en uno mismo. Disposición que no significa, sin duda, un intercambio, es decir, un dar a cambio de otra cosa, sino una donación gratuita. En consecuencia, la detención de la progresión del mal demanda la no satanización del enemigo, el no maniqueísmo y, finalmente, la apertura sincera, arriesgada y, puede que en muchos casos, estéril, a toda condición humana (aunque se encuentre agonizante, en fase terminal): «Nadie tiene derecho a hacer injusticia, ni siquiera quien ha sufrido la injusticia.» «La sangre no se paga con sangre. La sangre se paga con justicia… Si los alemanes han matado diez hombres por uno y nosotros debemos hacer como ellos, uno se hace igual a ellos, y no habrá jamás paz.».

Por tanto, la «banalidad» del bien se traduce en un don vocativo, sin consenso ni acuerdo, donde la relación con el prójimo no se deja tematizar, no entra en el campo de la violencia, sino en el campo de-la-alteridad, en-la-alteridad y para-la-alteridad. Así, la «banalidad» del bien demanda una confianza en el hombre mismo que debe llevarse a cabo a través de un contacto que es siempre «con-tacto» (responsabilidad), y el cual invita a que el receptor se lance a la experiencia del éxodo, al viaje que supone crecer día a día como ser humano.

La «banalidad» del bien no se construye, pues, sobre el poder, sino desde y en la vulnerabilidad del otro. Vulnerabilidad que incluye a su vez la banalidad del mal. Es decir, la «banalidad» del bien es sinónimo de aceptación de todo hombre, hasta de aquel que hunde sus raíces en el mal radical. Ante él (el sujeto), la «banalidad» del bien apuesta por la no-destrucción, por el perdón y por la restitución de la humanidad.

El «voluntariado de conciencia»

Podemos afirmar que la «banalidad» del bien como don vocativo tiene un exponente importante en lo que actualmente se ha dado por llamar el «voluntariado de conciencia». Aquel en que la persona se revela apasionadamente interesada en descubrir y potenciar la humanidad en el prójimo, a saber, la humanidad que compartimos con-los-otros. Con ello, el voluntario no atiende únicamente a la solidaridad desde la cual, y dejándose afectar por la realidad, por el rostro del otro, por el sufrimiento inútil, sale de su círculo reducido (de trabajo, familia, amistades…), sino que desarrolla su propia individualidad, al no quedar indiferente al dolor y a la exclusión, y dirige dicha individualidad hacia la riqueza social, hacia el bien común. Para el cristiano, que entiende la existencia como un don recibido, se afirma a través del voluntariado de conciencia como «don de Dios en orden a ser don para los demás», donde la justicia y la solidaridad se unen a la compasión y a la gratuidad.

Por tanto, la capacidad del voluntariado de conciencia no se limita a la mera queja, sino a ponerse manos a la obra, a saber, a la acción, a la creatividad. Como Etty Hillesum, Giorgio Perlasca, Viktor Pestek y la madre María Skobtsov, entre otros, su objetivo, pues, no es la protesta, sino tratar de remediar aquello por lo que protesta. El voluntariado de conciencia es auténtico heroísmo. Es el que hallamos en las tareas constantes del día a día y no en acciones puntuales que, aunque arriesgadas y necesarias, mueren en sí mismas, puesto que la tarea de la humanidad es permanente. El voluntariado de conciencia surge cuando el hombre asume el papel de «servidor» del ser humano. Es la imagen del «lavatorio de los pies»: para quien se pone a los pies del otro, la vida adquiere un significado que va más allá del propio yo.

Así, el voluntariado de conciencia de cualquier «luz en la sombra» es cumplir con esa tarea humana y humanizadora, aunque no se halle regulada por ley, aunque los demás no la lleven a cabo. Es, en definitiva, desarrollarse como ser individual a la par que como ser social. Es ser-en-elmundo, con-los-otros y para-los-otros. Es dar protagonismo a las personas a las que ayuda. Es restituir la presencia y la voz del otro. Es, en definitiva, recoger el testimonio de tantos hombres y mujeres cuyos nombres han quedado impresos para siempre en la memoria de la Historia.

En la «banalidad» del bien, la conciencia se adueña de un hombre, lo transforma, transfigura su ser, toca y posee su alma, la inflama de la pasión del bien. El rico de espíritu no puede evitar socorrer al necesitado, sin más consideraciones que cumplir el mandato interior, lejos de someterlo a juicio de oportunidad, reflexión o raciocinio. Lo ciega el impulso del bien: los dictados de la razón y hasta el instinto de conservación palidecen ante el impulso irrefrenable.» La «banalidad» del bien hace del lugar donde se manifiesta la banalidad del mal, un espacio repleto de ausencias con presencia.

Conclusión

La apuesta del nazismo radicaba en extirpar de sus súbditos-siervos la capacidad de juzgar por sí mismos, es decir, de actuar y pensar adecuadamente sin reglas preestablecidas. Ahora bien, que la banalidad del mal sea una cuestión de falta de juicio no resta crueldad al mal infligido a las víctimas ni tampoco responsabilidad alguna a los verdugos. Por una parte, el daño es real, y por otra, la responsabilidad de cada uno no reside tan sólo en lo que hace -por lo que es juzgado por otros-, sino también en cómo se sitúa cada uno ante lo que hace, ante los motivos que le han inducido a tal acto. Y por ello se ha de juzgar a sí mismo. De hecho, cada uno debe ser responsable de sus acciones, pero la banalidad del mal invita al individuo a no dar una respuesta propia, a saber, invita al «cumplimiento». Ello significa, cumplo órdenes mientras miento a mi conciencia moral y favorezco la escisión de ésta sin trauma alguno. En este caso, la conciencia moral queda alterada en dos direcciones: la alienación y la trascendencia. Con la alienación se consigue una conciencia moral fundamentada y manipulada en los instintos más bajos (inseguridad, miedo, odio, violencia…) y con la trascendencia la conciencia moral individual y colectiva es conducida hacia valores más elevados que el de la propia vida del ser humano, la cual queda comprometida en la banalidad del mal. El cumplmiento, pues, se convierte en un comprometimiento. Recordemos la respuesta hartamente repetida por los acusados ante el tribunal de Nuremberg: «Únicamente cumplía órdenes». Lo nuclear de esa banalidad es, por tanto, la declinación voluntaria de los verdugos de cualquier responsabilidad.

Sin embargo, no todo fueron sombras dentro de este marco; existieron personas, mayoritariamente anónimas, cuyos nombres nunca saldrán a la luz, personas que no sólo no se apuntaron a la banalidad del mal, sino que se erigieron como su antítesis. Personas que nos han enseñado mediante sus testimonios -palabra y acción- que lo normal en el ser humano es el comportamiento alterativo, es el acogimiento, la creación, el bien en minúscula y en mayúsculas.

Así, entre tanta oscuridad siempre se encuentran rayos de luz que muestran al mundo que no todo está perdido. Además de una banalidad del mal existe una «banalidad» del bien que, aunque discreta y silenciosa, es de vital importancia para la existencia de la humanidad. Discreta, pero comprometida; silenciosa, pero no muda; discreta, pero compasiva; silenciosa, pero no indiferente; discreta, pero efectiva; silenciosa, pero dinámica. Una banalidad sin afán de autoprotagonismo que cede al otro todo protagonismo. Una banalidad cuyo único interés radica en el desarrollo personal del prójimo. Una banalidad que aboga por el diferente, por las víctimas de los ídolos, y apuesta por la pluralidad. Una banalidad que hace que los hombres arriesguen su propia vida a favor de los demás: hablando y actuando en pro de los derechos inalienables a todo ser humano, muchos han sido eliminados por la violencia de los ídolos. Es la «banalidad» del bien, una «banalidad» humana, sin pretensiones de poder y con un único fin: promover y afianzar en el hombre su humanidad. La «banalidad» del bien hace de los hombres auténticos héroes cotidianos y cercanos en el espacio y en el tiempo. Auténticos héroes (en último término, imagen de Dios), cuya memoria nos permite recuperar un poco de esperanza ante la fragilidad del ser humano, ante la realidad de los desposeídos.

(*) Fuente: https://www.academia.edu/6766571/LUCES_EN_LA_SOMBRA
Artículo completo para descargar: https://raco.cat/index.php/ArsBrevis/article/view/65850/76073

Ver también: De la humanidad vulnerada a la inhumanidad constatada


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