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El primer «amor»

El amor es una sorpresa que nos arranca de lo insípido.

¿El amor es fruto del azar? En las leyes del encuentro amoroso, el azar sólo tiene una pequeña participación. La historia del individuo organiza la manera como aprende a amar en el transcurso del desarrollo de su afectividad.

Existe una ontogénesis del amor. Para que la implosión amorosa se produzca, es preciso que el objeto de amor sea portador de los rasgos fundamentales a los que aspira el que busca. Ese impulso que nos lleva hacia el otro es fuente de vida.

El amor es una sorpresa que nos arranca de lo insípido: esa deliciosa emoción que impulsa a salirse de sí, arrancarse del propio mundo para partir en busca del objeto perfecto. La trama amorosa pone en escena el deseo de todo hombre de encontrar al otro, ese otro que le corresponderá y que, al desposar la totalidad de su ser, provocará el sentimiento de completud, de plenitud, de totalidad fusional y extática.

Como sostiene el autor del texto, “felizmente el ser humano sufre desde su nacimiento” al tener que abandonar el medio uterino para pasar a otro lleno de vicisitudes y de condiciones físicas en las que necesitará inevitablemente ayuda para poder adaptarse. ¿Será aquélla a quien denominamos «madre» la primera figura de amor?

Para que nazca el «amor» se necesita haber tenido una experiencia sensorial para conservar sus huellas.

Para que la implosión amorosa se produzca, es preciso que el objeto de amor sea portador de los rasgos fundamentales a los que aspira el que busca.

Los niños sin amor no poseen la base de seguridad que les permite partir a la conquista del mundo.

El amor es una sorpresa

El amor es una sorpresa que nos arranca de lo insípido, el apego es un vínculo que se teje día a día. Que el amor sea una sorpresa no significa que todo hombre sea sorprendente. Uno no se enamora de cualquiera en cualquier lugar. Se necesita contar con las leyes del tiempo. En las leyes del encuentro amoroso, el azar sólo tiene una pequeña participación. La historia del individuo organiza la manera como aprende a amar en el transcurso del desarrollo de su afectividad.

Existe una ontogénesis del amor. Todos hemos nacido de un deseo. Todos hemos nacido del sentimiento amoroso de nuestros padres. Toda vida nace de la unión: unión de dos elementos como el hidrógeno y oxígeno, unión de dos células sexuales, como la del macho y la hembra, pero también unión de dos personas, como el hombre y la mujer, la madre y el padre.

A veces, el objeto de amor es un ser humano; otras veces, es una montaña y, en tal caso, uno se hace alpinista; otras, un instrumento musical…; ese impulso que nos lleva hacia el otro es fuente de vida. La vida sin el otro no puede vivirse.

Ontogénesis del sentimiento amoroso.

Cuando nuestros padres fusionaron sus gametos en el acto sexual, el huevo fecundado se plantó en la pared uterina y comenzó a desarrollarse. A partir de cierto nivel de organización biológica, ese ser vivo se volvió capaz de percibir y de procesar ciertas informaciones procedentes del mundo externo, es decir, de su madre y de su entorno.

Después del cataclismo ecológico que permite pasar del mundo acuático del útero al mundo aéreo de los brazos maternos, es posible observar un comportamiento curioso: ¡el recién nacido llora! Fue arrojado del paraíso uterino por las contracciones del alumbramiento. Durmió durante el trabajo de expulsión, cuando su cabeza dio contra los huesos de la pelvis y su cuerpo torcido se deslizó por el desfiladero pelviano. Por último se despertó completamente desnudo, mojado y congelado en un mundo aéreo donde, por primera vez, debió arreglárselas solo, respirar solo, aferrarse y deglutir.

Imagínese que usted cae en la luna. Desnudo, bajo un sol de hielo. Siente mucho miedo, pues no sabe cómo vivir en ese universo. Un temblor de la luna lo sacude violentamente. No reconoce esos ruidos inquietantes. Son mucho más intensos y mucho más agudos que los del mundo de donde usted tiene. Ese nuevo universo helado, sonoro y luminoso hasta el dolor, lo sacude como nunca había sido sacudido en su mundo anterior, donde una suspensión hidráulica lo balanceaba suavemente.

Su primera experiencia amorosa: El despertar es terrible. La angustia lo hace llorar. El aire frío penetra en sus pulmones que se despliegan y le hacen mal. En ese caos de luz blanca, de hielo, de llantos intensos y sobreagudos, de choques violentos… de pronto aparece una voz familiar y dice su nombre en voz baja. Éste suena más fuerte y más agudo que antes, pero usted logra reconocer el tono y la música de esa voz que oyó en la época en que estaba tranquilo. Loca esperanza de los desesperados, usted gira la cabeza y los ojos en dirección de la fuente sonora. Inmediatamente las otras informaciones se desvanecen, pues usted sólo quiere oír esa secuencia deliciosa de palabras que lo hipnotiza. Ávido de esa cosa sonora, tiende hacia ella, agitándose.

Entonces, alguien lo toma: como en una hamaca, unos brazos lo envuelven y lo colocan en una suerte de nido, muy cálido. A su rostro llega un olor conocido, una suavidad intensa que palpa con las manos y explora con la lengua. Entonces, después del sufrimiento, de la búsqueda desesperada de otro para amar, siente en la boca a ese ser que fluye en usted y lo cubre de calor. Usted se siente pleno: todos los huecos están colmados. El frío se transforma en calor, la sonoridad se convierte en una estimulación como una música fuerte y vivaz. Ya no le sacuden, lo balancean, como antes.

Pero usted todavía no sabe que es otro el que lo satisface. Cree haber encontrado el paraíso porque reconoce sus conocimientos anteriores, más intensos, más vivos que antes, pero algo diferentes: más localizados en la espalda, en las manos y, sobre todo, en el rostro, por donde se introduce la madre que usted oye, siente, degusta aún más que antes. ¡Acaba de tener su primera experiencia amorosa! Este conocimiento lo penetra y viene del fondo de usted mismo, de la fusión de su madre en usted, como todo conocimiento amoroso y místico.

Esta novela del nacimiento es, por cierto, real, ya que cada una de las frases escritas se basa en una observación de etología clínica. Y me ha permitido describir en términos cotidianos las bases biológicas del proceso amoroso.

En primer lugar, se necesita haber tenido una experiencia sensorial para conservar sus huellas. Luego, se necesita haber perdido ese universo de sentido para querer volver a encontrarlo y buscar lo amado. La implosión amorosa sobreviene en los encuentros en que la familiaridad de los sentidos reconocidos, nos apacigua y nos colma.

El amor no es un vínculo, es una revelación.

Ese encuentro debe poco al azar, pues necesita, por parte del sujeto amoroso, un estado de búsqueda. Para buscar, es necesario aspirar; para desear, es necesario que haya una carencia. La satisfacción conlleva al apaciguamiento de los sentidos, como cuando uno se siente saciado después de una buena comida, como cuando uno se vuelve refractario después del acto sexual y como los niños colmados de amor se vuelven insensibles.

Para que la implosión amorosa se produzca, es preciso que el objeto de amor sea portador de los rasgos fundamentales a los que aspira el que busca. El bebé que acaba de nacer no podría sentir amor por una placa de acero frío o por un ramo de zarzas. Necesita piel, calor, suavidad, olor y palabras para despertar en él las huellas de su recuerdo de una felicidad perfecta, de una plenitud sensorial pasada. Por ello, el objeto de amor es una persona. Es un revelador narcisístico, un objeto que debe llevar las huellas sensoriales capaces de despertar en nosotros el recuerdo de la felicidad.

El primer amor es una alianza que permite encontrar en el mundo externo esa familiaridad fusional sentida en el útero. Freud hablaba de "alucinaciones de deseos", pero un etólogo hablaría de evocación de las primeras huellas dejadas en nosotros. La voluptuosidad sensorial de los recién nacidos expresa la aptitud para el amor del que busca el objeto revelador de sí.

Deprivación afectiva

Pero hay quienes no han disfrutado de tan preciado tesoro. Los bebés abandonados, niños privados del amor materno, repiten sorprendentemente, un mismo comportamiento: después de la búsqueda exasperada, manifiestan desesperanza, luego indiferencia afectiva. Los niños sin amor no poseen la base de seguridad que les permite partir a la conquista del mundo. Esos niños anaclíticos no pueden respaldarse en nadie. Son demasiado pequeños para arreglárselas solos, entonces se repliegan en sí mismos, aumentan las actividades autocentradas, se balancean, se masturban, se succionan el pulgar o se arrancan el cabello antes de acurrucarse boca abajo con las nalgas al aire.

Si sobreviven, guardarán la impronta de esa privación que organizará un verdadero destino de carencia afectiva. En la escuela desarrollarán una estrategia afectiva fantasmática: «Voy a ganarme el afecto de los otros sacrificándome, ya que no pueden amarme por mi mismo». Ese deseo de sacrificio los eleva por encima de los niños amados normalmente. «Es tan excepcional el sacrificio que hago que me van a amar excepcionalmente.»

Más tarde encontrarán un compañero que busque una buena contención afectiva. «Hará todo lo que quiero, me ama tanto la siento tan débil». Para hacerla feliz y hacerse amar, ese joven de 20 años se sacrificará. Conducirá la vida de su mujer y sufrirá intensamente una angustia de despersonalización... ¡a los 40 años!

CYRULNIK, B.: Bajo el signo del apego.


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