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El cuerpo nunca miente (III): Relaciones entre el cuerpo y la moral

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En una encuesta a diecisiete mil personas, con un promedio de edad de cincuenta y siete años, sobre su infancia y sobre las enfermedades que habían padecido a lo largo de sus vidas se encontró que el número de enfermedades graves en niños que habían sido maltratados era mucho mayor que en las personas que habían crecido sin malos tratos y sin palizas «educativas». Entre los especialistas ha ido extendiéndose falsamente la opinión de que el sufrimiento anímico en los adultos es hereditario y no debido a heridas concretas ni al rechazo de los padres sufridos durante la infancia.  Y que los factores genéticos desempeñan un papel muy pequeño en el desarrollo de enfermedades anímicas. En la terapia de estos pacientes con el despertar de las emociones suelen aflorar los recuerdos reprimidos de la infancia, recuerdos del abuso, la explotación, las humillaciones y las heridas sufridas en los primeros años de vida.

El cuerpo es el guardián de nuestra verdad, porque lleva en su interior la experiencia de toda nuestra vida y vela por que vivamos con la verdad de nuestro organismo. Mediante síntomas, nos fuerza a admitir de manera cognitiva esta verdad para que podamos comunicarnos armoniosamente con el niño menospreciado y humillado que hay en nosotros.

Personalmente, ya desde los primeros meses de vida fui educada a base de castigos para obedecer. No fui consciente de ello durante décadas. Por lo que mi madre me contó, de pequeña me portaba tan bien que no tuvo ningún problema conmigo. Según ella, fue gracias a que me educó de manera consecuente cuando yo era un bebé indefenso; de ahí que durante tanto tiempo no tuviera ningún recuerdo de mi infancia. Fue durante mi última terapia cuando mis emociones intensas me informaron sobre mis recuerdos. Me resultó fácil averiguar su procedencia. Estos miedos estaban sobre todo vinculados a mi necesidad de comunicación, a la que mi madre no sólo nunca respondió, sino que incluso, dentro de su rígido sistema educativo, castigaba por considerarla una descortesía. La búsqueda de contacto y de interacción se manifestaba en primer lugar con lágrimas y, en segundo, con la formulación de preguntas y la comunicación de mis propios sentimientos e ideas. Pero cuando lloraba recibía un cachete, a mis preguntas se me contestaba con un montón de mentiras, se me prohibía expresar lo que sentía y pensaba. Como castigo, mi madre solía volverme la espalda y se pasaba días enteros sin dirigirme la palabra; yo me sentía constantemente bajo la amenaza de ese silencio. Dado que ella no me quería como yo realmente era, me vi obligada a ocultarle siempre mis verdaderos sentimientos.

Mi madre podía tener arrebatos violentos, pero carecía por completo de la capacidad de reflexionar sobre sus emociones y profundizar en ellas. Como desde pequeña vivió frustrada y fue infeliz, siempre me culpaba a mí de algo. Cuando yo me defendía de esta injusticia o, en casos extremos, intentaba demostrarle mi inocencia, ella se lo tomaba como un ataque que solía castigar con dureza. Cuando «se sentía» atacada por mis explicaciones, daba por sentado que yo la había atacado. Para poder entender que sus sentimentos tenían otras causas ajenas a mi comportamiento habría necesitado la capacidad de reflexión. Pero yo nunca la vi arrepentirse de nada, siempre consideraba que «tenía razón», lo que convirtió mi infancia en un régimen totalitario.

En el presente libro intentaré explicar mi tesis acerca del poder destructivo del cuarto mandamiento. En la primera parte, analizaré las vidas de diversos escritores que, inconscientemente, describieron en sus obras la verdad de sus infancias. No eran conscientes de esa verdad, estaban bloqueados debido al miedo que sentía aquel niño pequeño que, de forma disociada, aún vivía en su interior, y como adultos, ese miedo les impedía creer que saber la verdad no conllevaba un peligro de muerte. Fue muy alto el precio que dichos escritores pagaron por esta supuesta solución, por esta desviada idealización de los padres, por esta negación del peligro real en la más tierna infancia, que dejó miedos fundados en el cuerpo. Los casos expuestos muestran con claridad que estas personas pagaron la relación con sus padres con graves enfermedades, muertes tempranas o suicidios. La ocultación de la verdad del sufrimiento en sus infancias se contradecía plenamente con la sabiduría de sus cuerpos, sabiduría que se plasmó en sus escritos, pero de manera inconsciente; el cuerpo, habitado por el niño antes despreciado, siguió sintiéndose siempre incomprendido y no respetado. Uno no puede hablarle al cuerpo de preceptos éticos. Sus funciones, como la respiración, la circulación, la digestión, reaccionan solo a las emociones vividas y no a preceptos morales.

Me enfrasqué en sus biografías y constaté que en ellas se daban numerosos detalles de las vidas de esos escritores, de factores externos, pero que apenas si se aludía a la manera en que el individuo hacía frente a los traumas de su infancia, a cómo le habían afectado y marcado. Son precisamente datos, pasados por alto y quizás ignorados por la mayoría de biógrafos, los que he puesto de relieve en la primera parte de este libro. Eso me ha obligado a centrarme en un único aspecto, renunciando a la exposición de otros aspectos vitales de igual importancia.

La evidencia de las relaciones entre el cuerpo y la moral.

Todos los escritores que aparecerán citados, a excepción tal vez de Kafka, no sabían lo mucho que, de pequeños, habían sufrido por causa de sus pudres, y de adultos «no les guardaron rencor», al menos no conscientemente. Idealizaron a sus padres por completo; así que sería muy poco realista suponer que pudieron haber hecho frente a sus padres con su verdad, verdad que el niño convertido en adulto no conocía porque su conciencia la había reprimido.

Esta ignorancia constituye la tragedia de sus vidas, en su mayoría breves. Los preceptos morales les impidieron, pese a su brillante talento, reconocer la verdad que su cuerpo les revelaba. No pudieron ver que estaban sacrificando sus vidas por sus padres, aunque lucharan, como Schiller, por la libertad, o, como Rimbaud y Mishima, rompieran -al menos aparentemente- todos los tabúes morales; o trastocaran, como Joyce, los cánones literarios y estéticos de su tiempo o, como Proust, vieran crítica y lúcidamente la burguesía, pero no el sufrimiento que les ocasionaba su propia madre, supeditada a dicha burguesía.

Ya desde Wilhelm Reich, la experiencia terapéutica hizo patente que las emociones intensas siempre se pueden rescatar. Ha sido gracias al trabajo de investigadores del funcionamiento del cerebro, como Joseph LeDoux, Antonio R. Damasio, Bruce D. Perry y otros muchos. En la actualidad sabemos que, por una parte, nuestro cuerpo guarda memoria absolutamente de todo lo que ha vivido alguna vez; y, por otra, que gracias al trabajo terapéutico sobre nuestras emociones ya no estamos condenados a descargarlas en nuestros hijos o  en nuestro propio sufrimiento.

Por eso en la segunda parte me he centrado en hombres y mujeres de hoy que están decididos a afrontar la verdad de su infancia y a ver a sus padres con realismo. El posible éxito de una terapia encuentra obstáculos si ésta se guía por el dictado de la moral, y el paciente, aunque ya sea adulto, no puede entonces liberarse de la compulsión a deberles a los padres amor o gratitud. De esta manera, los sentimienlos auténticos almacenados en el cuerpo permanecerán bloqueados, cosa que pasará factura al paciente, pues los graves síntomas también permanecerán.

Al profundizar en la relación entre el cuerpo y la moral, di con dos aspectos más. Por una parte, me pregunté qué sentimiento era ese al que también de adultos seguimos llamando «amor a los padres»; y, por otra, constaté que el cuerpo se pasa la vida entera buscando el alimento que con tanta urgencia necesitó en la infancia pero que nunca recibió. En mi opinión, precisamente ahí es donde reside el origen del sufrimiento de muchas personas.

La tercera parte del libro muestra cómo, a través de una «enfermedad reveladora», que se manifiesta de manera muy peculiar, el cuerpo se revuelve contra una alimentación inapropiada. El cuerpo necesita la verdad a toda costa. Hasta que ésta sea reconocida, mientras los sentimientos auténticos de una persona hacia sus padres sigan siendo ignorados, la persona no se librará de los síntomas. Sirviéndome de un lenguaje sencillo, he querido reflejar el drama de los pacientes con trastornos alimentarios, que crecieron sin comunicación emocional, una comunicación que tampoco tuvieron en sus tratamientos. Se identifica claramente cuál es la tan significativa fuente de la desesperanza: el fracaso de una comunicación autentica con los padres en el pasado, una comunicación que se buscó en vano durante toda la infancia. Sin embargo, el adulto podrá ir superando esta búsqueda poco a poco en cuanto sea capaz de establecer auténtica comunicación con otras personas.

La tradición del sacrificio infantil está profundamente arraigada en la mayoría de los culturas y religiones, por eso en nuestra cultura occidental se acepta y se tolera con gran naturalidad. Nuestros hijos ya desde que nacen, y después, durante toda su educación, les cargamos con el deber de queremos, honramos y obedecemos, de alcanzar metas por nosotros, de satisfacer nuestra ambición, en una palabra, de darnos todo aquello que nos negaron nuestros padres. A eso lo llamamos decencia y moral. El niño raras veces tiene elección. Si es preciso, se esforzará toda su vida por darles a sus padres algo de lo que carece y que desconoce, porque nunca lo ha obtenido de ellos: un amor auténtico e incondicional, no sólo para cubrir las apariencias. Si el adulto no se libera de ese peso, este esfuerzo puede ser su perdición. Produce ilusión, compulsión, apariencia y autoengaño. El vivo deseo de muchos padres de ser queridos y honrados por sus hijos encuentra su supuesta legitimación en el cuarto mandamiento.

A la luz de los conocimientos actuales, el cuarto mandamiento encierra una contradicción. Es verdad que la moral puede dictar lo que debemos y no debemos hacer, pero no lo que debemos sentir. Porque no podemos producir ni eliminar sentimientos auténticos; lo único que podemos hacer es disociarlos, mentirnos a nosotros mismos y engañar a nuestros cuerpos. Nuestro cerebro ha almacenado nuestras emociones, y éstas son recuperables, podemos revivirlas y, por fortuna, se pueden transformar sin peligro en sentimientos conscientes, cuyo sentido y causas podremos reconocer si damos con un testigo cómplice.

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Fuente: A. MILLER: El cuerpo nunca miente


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