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El cuerpo nunca miente (I)

Una conrtribución a la comprensión de la complejidad de la conducta humana: las relaciones entre el cuerpo y la moral.

El sufrimiento padecido durante la infancia y su negación

En maltrato infantil y sus efectos en los individuos y en la sociedad

A veces nuestra sociedad se ve conmocionada con sucesos trágicos. Ciertas conductas individuales no siempre son fácilmente comprensibles, escapan a la más pura lógica racional. Para comprender ciertas conductas en algunos adultos no está de más recurrir a su infancia biográfica. La vida adulta a menudo refleja lo vivido en la infancia. En ésta a veces se pueden encontrar algunas de las claves de determinados comportamientos ulteriores. Las experiencias tempranas quedan grabadas en la memoria de nuestro cuerpo y a veces su recuerdo aflora en comportamientos de la vida adulta. Eso es a lo que dedicó su vida la autora que hoy presentamos, A. Miller, estudiosa en su día del abuso o maltrato infantil, los traumas o huellas psíquicas que a menudo, consciente o inconscientemente, quedan impresas en la memoria de nuestro cuerpo y algunas de sus expresiones en la posterior vida adulta. 

Alice Miller (Polonia, 12 de enero de 1923 –Francia, 14 de abril de 2010) fue una psicoanalista conocida por su trabajo en maltrato infantil y sus efectos en la sociedad, así como en la vida de los individuos. Nació en Polonia, en el seno de una familia judía. Durante la ocupación alemana, vivió la persecución por parte de los nazis, junto con sus familiares, algunos de los cuales fueron asesinados. Pasada la guerra, y ya con una nueva identidad, estudió en Suiza. Obtuvo su doctorado en filosofía, psicología y sociología en 1953 en Basilea.

Su perspectiva: "Encontrar la verdad de nuestra infancia". Basándose en la psicohistoria, Miller analizó a Virginia Woolf, Kafka y otros: vidas en las que encontró relaciones entre los traumas de su niñez y el devenir de sus vidas. "La experiencia nos enseña que, en la lucha contra las enfermedades psíquicas, únicamente disponemos, a la larga, de una sola arma: encontrar emocionalmente la verdad de la historia única y singular de nuestra infancia". Miller creyó que muchos de los casos de enfermedad mental son ocasionados por traumas infantiles y un dolor interno no adecuadamente procesado. En su cosmovisión este análisis abarca una amplia gama de formas de abuso infantil, incluyendo aquellas comúnmente aceptadas como cachetes o nalgadas a los hijos, denominada por ella pedagogía negra. Culpó a los padres de las neurosis y psicosis de la humanidad. En nuestra cultura "No toques a los padres es la ley suprema", escribió Miller. Incluso los psiquiatras, psicoanalistas y psicólogos clínicos tienen un miedo inconsciente de culpar a los padres de los trastornos mentales de sus pacientes. El mandamiento "Honrarás a tus padres" fue uno de los blancos principales en la escuela de psicología de Miller.

Miller se desencantó del psicoanálisis, después de muchos años de practicarlo. Criticó vehementemente dicha teoría debido a que, según su opinión, esta teoría consideraba las experiencias traumáticas de los niños como fantasías infantiles, negando así la realidad del abuso y del maltrato infantil. Criticó el consejo de los psicoterapeutas a sus clientes de perdonar las actitudes abusivas de sus padres. Para Miller eso es lo que impide el camino a la recuperación: la resistencia a recordar y sentir el dolor de nuestra niñez. "La mayoría de los terapeutas, imbuidos de la moral propia de su tiempo, temen esta verdad. Trabajan bajo la influencia de interpretaciones destructivas sacadas tanto de religiones occidentales como orientales, que predican perdón al otrora maltratado niño". El perdón no resuelve el odio, sino que lo encubre de manera muy peligrosa en el adulto ya crecido: produciendo su desplazamiento hacia chivos expiatorios.

El común denominador en los escritos de Miller consiste en explicar por qué los seres humanos prefieren no conocer su propia victimización en la niñez. El mandato inconsciente del individuo, el no ser consciente de cómo fue tratado en la infancia, conduce al desplazamiento: el irresistible impulso de repetir formas traumatogénicas de parentela en la siguiente generación de hijos. Uno de sus libros “El cuerpo nunca miente” (2004) trata de las relaciones entre entre el cuerpo y la moral, y de las consecuencias que sufre nuestro cuerpo al negar nuestras emociones intensas y verdaderas, que, asimismo, nos vienen determinadas por la moral y la religión. La ceguera emocional consecuente es un lujo que sale caro y que la mayoría de las veces resulta (auto)destructivo.

El vivo deseo de muchos padres de ser queridos y honrados por sus hijos encuentra su supuesta legitimación en el cuarto mandamiento. Éste nos indica: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Según la moral tradicional hay que honrar a los padres al margen de lo que hayan hecho, de la relación que hubieran tenido con sus hijos. Desde que nacen, y después, durante toda su educación, les cargamos con el deber de querernos, honrarnos y obedecernos, de alcanzar metas por nosotros, de satisfacer nuestra ambición, en una palabra, de darnos todo aquello que nos negaron nuestros padres. A eso lo llamamos decencia y moral. A la luz de los conocimientos actuales, el cuarto mandamiento encierra una contradicción. La moral puede dictar lo que debemos y no debemos hacer, pero no lo que debemos sentir. Si el adulto no se libera de ese peso, este esfuerzo puede ser su perdición. Produce ilusión, compulsión, apariencia y autoengaño.

Profundizar en la relación entre el cuerpo y la moral.

Miller en esta obra, a partir del estudio de la biografía de diversos escritores conocidos, se dedicó a analizar la relación entre la moral de su tiempo y la respuesta corporal en relación al trato recibido por sus progenitores. En la moral tradicional los hijos idealizaron a sus padres por completo; así que sería muy poco realista suponer que pudieron haber hecho frente a sus padres con su verdad, verdad que el niño convertido en adulto no conocía porque su conciencia la había reprimido. Los preceptos morales les impidieron reconocer la verdad que su cuerpo les revelaba. Es precisamente ahí donde reside el origen del sufrimiento de muchas personas. Esta ignorancia constituye la tragedia de sus vidas. La tradición del sacrificio infantil respecto a ese sentimiento al que llamamos «amor a los padres» está profundamente arraigada en la mayoría de los culturas y religiones.

Según sus tesis, la actitud a la que nos induce el cuarto mandamiento impide experimentar nuestros sentimientos reales y pude inducirnos a experimentar enfermedades corporales. Es lógico, pues, que dicho mandamiento obstruya la curación de heridas antiguas. Aunque no es de extrañar que hasta ahora nunca se haya hecho una reflexión pública de este hecho, afirma la autora.

Hoy este fenómeno ha podido analizarse con mayor profundidad; ha sido gracias al trabajo de investigadores del funcionamiento del cerebro, como Joseph LeDoux, Antonio R. Damasio, Bruce D. Perry y otros muchos. Las emociones intensas siempre se pueden rescatar. En la actualidad sabemos que nuestro cuerpo guarda memoria absolutamente de todo lo que ha vivido alguna vez. El cuerpo se pasa la vida entera buscando el alimento que con tanta urgencia necesitó en la infancia pero que nunca recibió. El cuerpo necesita la verdad a toda costa. Hasta que ésta sea reconocida, mientras los sentimientos auténticos de una persona hacia sus padres sigan siendo ignorados, la persona no se librará de los síntomas. No podemos producir ni eliminar sentimientos auténticos; lo único que podemos hacer es disociarlos, mentirnos a nosotros mismos y engañar a nuestros cuerpos. Gracias al trabajo terapéutico sobre nuestras emociones ya no estamos condenados a descargarlas en nuestros hijos o en nuestro propio sufrimiento.

Prólogo

El tema principal de todos mis libros es la negación del sufrimiento padecido durante la infancia, escribe A. Miller. Cada libro se centra en un aspecto concreto de dicho fenómeno: las causas y consecuencias de esta negación, sus consecuencias en la vida adulta y en la vida social, en la política y la psiquiatría. Dichos aspectos están en cada obra en un contexto diferente y los he explorado desde un punto de vista distinto.

Sí es independiente del contento el uso que hago de determinados conceptos. Así, utilizo la palabra «inconsciente» exclusivamente para designar elementos reprimidos, negados o disociados (recuerdos, emociones, necesidades). Para mí, el inconsciente de cada persona no es otra cosa que su historia, almacenada en su totalidad en el cuerpo, pero accesible a nuestro consciente sólo en pequeñas porciones. Por eso nunca utilizo la palabra «verdad» en un sentido metafísico, sino en un sentido subjetivo, siempre ligado a la vida concreta del individuo. A menudo hablo de «su» verdad (referida a él o a ella), de la historia de los afectados, cuyas emociones presentan indicios y son testimonio de dicha historia. Llamo «emoción» a una reacción corporal no siempre consciente, pero a menudo vital, a los acontecimientos externos o internos, por ejemplo, el miedo a la tormenta, o la irritación que produce saberse engañado, o la alegría al recibir un regalo deseado. Por el contrario, la palabra «sentimiento» hace referencia a una percepción consciente de las emociones. La ceguera emocional es un lujo que sale caro y que la mayoría de las veces es (auto)destructivo.

Este libro gira en torno a la pregunta de cuáles son las consecuencias que sufre nuestro cuerpo al negar nuestras emociones intensas y verdaderas, que, asimismo, nos vienen determinadas por la moral y la religión. He llegado a la conclusión de que aquéllos que en su infancia han sido maltratados sólo pueden intentar cumplir el cuarto mandamiento («Honrarás a tu padre y a tu madre») mediante una represión masiva y una disociación de sus verdaderas emociones. No pueden venerar y querer a sus padres, porque inconscientemente siempre los han temido. Incluso aunque así lo deseen, son incapaces de desarrollar con ellos una relación distendida y llena de confianza.

Por lo general, establecen con ellos un lazo enfermizo, compuesto de miedo y de sentido del deber, pero al que, salvo en apariencia, difícilmente puede llamarse amor verdadero. A esto hay que añadir que las personas maltratadas en su infancia a menudo albergan durante toda su vida la esperanza de recibir, al fin, el amor que nunca han experimentado. Tales esperanzas retuerzan el lazo con los padres, que la religión llama amor y alaba como virtud. Por desgracia, este refuerzo se produce también en la mayoría de las terapias, regidas por la moral tradicional; sin embargo, es el cuerpo el que paga el precio de dicha concepción moral.

Cuando una persona cree que siente lo que debe sentir y constantemente trata de no sentir lo que se prohíbe sentir, cae enferma, a no ser que les pase la papeleta a sus hijos, utilizándolos para proyectar sobre ellos inconfesadas emociones. En mi opinión, estamos ante un proceso psicobiológico que ha permanecido oculto durante mucho, mucho tiempo, tras las exigencias religiosas y morales.

La primera parte del presente libro muestra este proceso mediante el historial de diversos personajes/escritores. Las dos partes siguientes abordan vías de comunicación auténtica para salir del círculo vicioso del autoengaño y permitir la liberación de los síntomas.

Introducción: Cuerpo y moral

Con bastante frecuencia el cuerpo reacciona con enfermedades al menosprecio constante de sus funciones vitales. Entre éstas se encuentra la lealtad a nuestra verdadera historia. Así pues, este libro trata principalmente del conflicto entre lo que sentimos y sabemos, porque está almacenado en nuestro cuerpo, y lo que nos gustaría sentir para cumplir con las normas morales que muy tempranamente interiorizamos. Sobresale entre otras una norma concreta y por todos conocida, el cuarto mandamiento, que a menudo nos impide experimentar nuestros sentimientos reales, compromiso que pagamos con enfermedades corporales. El libro aporta numerosos ejemplos a esta tesis, pero no narra biografías enteras, sino que se centra principalmente en cómo es la relación de una persona con unos padres que, en el pasado, la maltrataron.

La experiencia me ha enseñado que mi cuerpo es la fuente de toda la información vital que me abrió el camino hacia una mayor autonomía y autoconciencia. Solo cuando admití las emociones que tanto tiempo llevaban encerradas en mi cuerpo y pude sentirlas, fui liberándome poco a poco de mi pasado. Los sentimientos auténticos no pueden forzarse. Están ahí y surgen siempre por algún motivo, aunque éste suela permanecer oculto a nuestra percepción. No puedo obligarme a querer a mis padres, ni siquiera a respetarlos, cuando mi cuerpo se niega a hacerlo por razones que él mismo bien conoce. Sin embargo, cuando trato de cumplir el cuarto mandamiento, me estreso, como me ocurre siempre que me exijo a mí misma algo imposible. Bajo este estrés he vivido prácticamente toda mi vida. Traté de crearme sentimientos buenos e intenté ignorar los malos para vivir conforme a la moral y al sistema de valores que yo había aceptado. En realidad, para ser querida como hija. Pero no resultó y, al fin, tuve que reconocer que no podía forzar un amor que no estaba ahí. Por otra parte, aprendí que el sentimiento del amor se produce de manera espontánea, por ejemplo, con mis hijos o mis amigos, cuando no lo fuerzo ni trato de acatar las exigencias morales. Surge únicamente cuando me siento libre y estoy abierta a todos mis sentimientos, incluidos los negativos.

Comprender que no puedo manipular mis sentimientos, que no puedo engañarme a mí misma ni a los demás, fue para mí un gran alivio y una liberación. Sólo entonces caí en la cuenta de cuántas personas están a punto de desbaratar sus vidas porque intentan, como hacía yo antes, cumplir con el cuarto mandamiento sin percatarse del precio que sus cuerpos o sus hijos tendrán que pagar. Mientras los hijos se dejen utilizar, uno puede vivir hasta cien años sin reconocer su verdad o enfermar a causa de su autoengaño.

Claro que, también, a una madre que admita que -debido a las carencias sufridas en su infancia- es incapaz, por mucho que se esfuerce, de amar a su hijo, se la tachará de inmoral cuando trate de articular su verdad. Creo que es precisamente el reconocimiento de sus sentimientos reales, desligados de las exigencias morales, lo que le permitirá ayudarse de verdad a sí misma y a su hijo, y romper el círculo del autoengaño.

Un niño, cuando nace, necesita el amor de sus padres, es decir, necesita que éstos le den su afecto, su atención, su protección, su cariño, sus cuidados y su disposición a comunicarse con él. Equipado para la vida con estas virtudes, el cuerpo conserva un buen recuerdo y, más adelante, el adulto podrá dar a sus hijos el mismo amor. Pero cuando todo esto falta, el que entonces era un niño mantiene de por vida el anhelo de satisfacer sus primeras funciones vitales; un anhelo que de adulto proyectará sobre otras personas. Por otra parte, cuanto menos amor haya recibido el niño, cuanto más se le haya negado y maltratado con el pretexto de la educación, más dependerá, una vez sea adulto, de sus padres o de figuras sustitutivas, de quienes esperará todo aquello que sus progenitores no le dieron de pequeño. Esta es la reacción natural del cuerpo. El cuerpo sabe de qué carece, no puede olvidar las privaciones, el agujero está ahí y espera ser llenado.

Pero cuanto mayor se es, más difícil es obtener de otros el amor que tiempo atrás uno no recibió de los padres. No obstante, las expectativas no desaparecen con la edad, todo lo contrario. Las proyectaremos sobre otras personas, principalmente sobre nuestros hijos y nietos, a no ser que tomemos conciencia de este mecanismo e intentemos reconocer la realidad de nuestra infancia lo más a fondo posible acabando con la represión y la negación. Entonces descubriremos en nosotros mismos a la persona que puede llenar esas necesidades que desde nuestro nacimiento, o incluso desde antes, esperan ser satisfechas; podremos darnos a nosotros mismos la atención, el respeto, la comprensión de nuestras emociones, la protección necesaria y el amor incondicional que nuestros padres nos negaron.

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Fuente: A. MILLER: El cuerpo nunca miente


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