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La muerte de Jesús de Nazaret (según J.J. ROUSSEAU)

Sócrates y Jesús de Nazaret han llegado a convertirse en las figuras más influyentes y analizadas de la civilización occidental. ¿Qué fue lo que hicieron ambas figuras para que después de tantos años se siga hablando de ellos, de su vida y de su obra? Pensadores de todos los tiempos han dedicado no pocas páginas a interpretar el impacto cultural de ambas figuras. No pocos de ellos han dirigido su mirada tanto hacia Sócrates como hacia la persona, el mensaje, la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, convirtiéndose ambos en un verdadero de ejemplo para la humanidad.

Tarea básica de toda auténtica reflexión vital es indagar la “verdad” de la vida, vivir de acuerdo con ella y transmitir ese tesoro a personas interesadas en ello. Habitar en las tinieblas de la ignorancia, en la oscuridad de la incertidumbre, ha sido considerado uno de los peores enemigos de lo humano. El ser humano, con sus cualidades intelectuales y su voluntad de saber, es capaz de descubrir la verdad de la existencia, y una vez descubierta aspira a difundirla a los demás.

El duro ascenso del personaje de la caverna de Platón desde la oscuridad a la claridad del sol, y el ardiente deseo de regresar a la caverna para «iluminar» a los ignorantes habituados a las sombras de la realidad —tarea realizada por el maestro Sócrates—, representa simbólicamente el arduo esfuerzo intelectual que implica acceder a algo verdadero y transmitirlo a los demás, no siempre dispuestos a escuchar a quien ha contemplado el brillo de la luz. Ocurrió con Sócrates y algo similar ocurrió con Jesús de Nazaret: consumió su vida intentando construir una nueva fraternidad humana superadora de los parámetros sociales y religiosos imperantes en su contexto cultural hasta entonces. Jesús fue un judío en línea de los profetas, que siempre denunciaron los abusos de poder, basados en el más profundo sentido religioso. Atribuir a Jesús un enfrentamiento político más allá de su proyecto social (implantación del Reino de Dios) contradice su Evangelio. Jesús al final de su vida se sintió solo y abandonado, incluso de Dios su Padre, y fue condenado mediante artimañas a consecuencia de su proyecto de Reino que transformaba profundamente la vida religiosa y social de su tiempo. El emperador Juliano consideraba que Jesús ante su muerte no se había comportado con la entereza de Sócrates, y menos aún con la dignidad de un Dios. Fue un transgresor, el mayor que conocemos. Reinterpretó gran parte de los códigos de vida de Israel, invirtió la concepción sobre la riqueza, la ideología militar de los imperios, la sabiduría opresora de las grandes escuelas retóricas, políticas, económicas y militares... para volver a las raíces de la vida humana. Su proyecto acabó en la cruz, en fracaso aparentemente. La Palabra, «vino a su casa y los suyos no la recibieron» (Jn. 1, 11).  Mataron a Sócrates y mataron a Jesús de Nazaret. Ambos se esforzaron en descubrir la “verdad” de sus existencias e intentaron transmitir esa verdad de la que se sentían portadores. Pero la mayoría de sus coetáneos prefirieron las tinieblas a la luz; prefirieron permanecer en la ignorancia de la costumbre, lejos de la claridad de la luz.

Cuando los primeros hombres cultos, helenistas o romanos, se convirtieron al cristianismo, se encontraron con que esta nueva religión mantenía algo inaudito hasta entonces: se postulaba como la verdad. Pero no se trataba de una doctrina filosófica, una nueva teoría de la realidad, sino de una persona. Para sus seguidores en esta persona de carne y hueso, Jesús de Nazaret, que vivió en Galilea y murió en Jerusalén, un rincón del mundo, Dios mismo (Primera Causa, Primer Motor, Ser Supremo, al que se referían los filósofos griegos) se dio a conocer a los hombres, para que a todos les fuera accesible la verdad de lo divino y lo humano. Aquella persona, proclamada por un grupo de testigos como «viva», vencedora del poder de la muerte, a través de sus enseñanzas, modo de vivir y de sufrir, nos transmitió algo totalmente nuevo sobre el existir y el morir, sobre el origen y el destino del ser humano; se nos reveló ella misma como la Verdad personificada.

Su actitud ante la muerte en ambos casos resulta ejemplar. El Sócrates platónico despide a la existencia sobre el mundo internamente lleno de paz y de grandeza: sabe a dónde va y conoce el sentido de su vida en el pasado. Por eso se despide de la tierra con un gesto triunfante: todo se ha cumplido conforme a lo previsto, todo tiene su puesto y su sentido en el conjunto. Sócrates puede entrar en lo nuevo de la existencia que es la vida del alma, que no acaba. Para Jesús la situación es muy distinta; ha proclamado el gran mensaje de Dios y de su reino como triunfo del amor, como futuro de vida y de victoria. Por eso, ante la muerte se ha sentido derrotado y solo. La muerte le separa de Dios y de su obra; le separa del futuro y de la misma verdad que ha pregonado. Su sentido no es, por tanto, liberación sino tragedia. Veamos ahora la opinión de dos grandes pensadores: NIETZSCHE y ROUSSEAU

F. NIETZSCHE (1884-1900)

Para F. NIETZSCHE este «buen mensajero» murió tal como vivió, tal como enseñó —no para «redimir a los hombres», sino para mostrar cómo se ha de vivir—. Lo que él legó a la humanidad es la práctica: su comportamiento ante los jueces, ante los sayones, ante los acusadores y ante toda especie de calumnia y burla —su comportamiento en la cruz—. Él no opone resistencia, no defiende su derecho, no da ningún paso para apartar de sí lo más extremo, más aún, lo provoca... Y él ora, sufre, ama con quienes, en quienes le hacen mal... Las palabras dichas al ladrón en la cruz contienen el evangelio entero: «Éste ha sido en verdad un hombre divino, un "hijo de Dios"», dice el ladrón. «Si tú sientes eso —responde el Redentor— entonces estás en el paraíso, entonces también tú eres un hijo de Dios...». No defenderse, no encolerizarse, no hacer responsable a nadie... Por el contrario, no oponer resistencia ni siquiera al malvado, amarlo...

Cómo interpreta J.J. ROUSSEAU (1712-1778) la figura de Jesús de Nazaret, su vida y su obra

El pensamiento religioso de Rousseau se expresa de modo especial en la célebre "Profesión de fe del vicario saboyano", texto incrustado en el Libro IV de la magna obra "Emilio o De la educación". Es bien sabido que en esta voluminosa obra pretendía exponer lo más granado de su aportación intelectual. La mayoría de los expertos del filósofo comparten la idea de que en aquella profesión de fe quedan concentradas las más básicas convicciones religiosas y morales del propio Rousseau. En esa obra es el autor mismo quien habla a través del vicario saboyano. Estamos ante un bello texto, de alta calidad literaria, así como de minuciosa construcción. A nadie se le oculta que las críticas que recibió el libro Emilio —tanto en París como en Ginebra— al poco de su publicación provenían del frontal rechazo social a algunas de las tesis religioso-morales propugnadas por el vicario saboyano, voz de la mente y corazón del ginebrino.

El deísmo particular de Rousseau, además de enunciar una serie de críticas a la revelación cristiana, también acentúa la dimensión moral del Evangelio, de Jesús de Nazaret. Si bien para el pensador suizo el fundamento de la moral es la religión cristiana, también mantiene la tesis, influyente en Kant y en otros autores ilustrados, de que la validez del cristianismo se juega en el comportamiento ético que pueda generar en sus seguidores. Hasta el punto de que los actos de mayor sensibilidad religiosa no son sino aquellos en los que se manifiesta alguna excelsa virtud. Son los méritos morales de un individuo los que mejor reflejan la profundidad y sinceridad de sus propias convicciones religiosas. Los dogmas, contenidos de la revelación, celebraciones litúrgicas y expresiones de fe carecen de todo valor si no comportan efectos morales en quienes los profesan. Jesús de Nazaret, para Rousseau, es sobre todo un maestro de moral, más que la encarnación de Dios, el redentor, el resucitado. La gracia o la revelación, aquello que proviene de «lo alto», dado gratuitamente por Dios, está de más en la religión. El cristianismo es loable en tanto que contribuye al reforzamiento de la moral que el hombre posee de modo natural. Por ello, difícil es asumir para el pensador suizo que Jesús sea el Cristo redentor, si tenemos presente que al ser el hombre «bueno por naturaleza», inocente, no requiere de redentor alguno para salir del pecado y del egoísmo y alcanzar alta capacidad de amar. Será Kant la máxima expresión de esta reducción del cristianismo —y de Jesucristo— a mera ética, pero está ya esbozado tal enfoque en la "Profesión de fe del vicario saboyano" y en otros de sus escritos menos conocidos. En esta profesión, como se comprobará, llega a proclamar: «un corazón justo es el verdadero templo de la divinidad».

Son las últimas páginas de la "Profesión de fe del vicario saboyano" las que se recogen en el siguiente texto. En ellas se pronuncia respecto de lo que significa la figura de Jesús de Nazaret, que bien contrasta con la del filósofo Sócrates, distinción ésta muy socorrida a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Además de resaltar la sublimidad de Jesús, su modo de vivir y morir, reconoce la elevación moral de ciertos pasajes del Evangelio, que difícilmente pudieron ser inventados por los hombres ignorantes que le siguieron. El acercamiento a Cristo, según el ginebrino, ha de establecerse más desde el sentimiento y el corazón que desde la razón y la filosofía.



Por Jean-Jack ROUSSEAU

Jesús, vida y muerte de un Dios

Te confieso también que la majestad de las Escrituras me admira, que la santidad del Evangelio habla a mi corazón. Observa los libros de los filósofos con toda su pompa; ¡qué pequeños son a su lado! ¿Es posible que un libro, a la vez tan sublime y tan sencillo, sea creación de los hombres? ¿Es posible que aquel cuya historia narra no sea tampoco más que un hombre? ¿Es ése el tono de un fanático o de un ambicioso sectario? ¡Qué dulzura, qué pureza en sus costumbres! ¡Qué gracia fascinante en sus instrucciones! ¡Qué elevación en sus máximas! ¡Qué profunda sabiduría en sus discursos! ¡Qué talento, qué perspicacia y qué exactitud en sus respuestas! ¡Qué dominio sobre sus pasiones! ¿Dónde está el hombre, dónde el sabio que sabe sufrir y morir sin debilidad y sin ostentación? Cuando Platón pinta a su justo imaginario, cubierto con todo el oprobio del crimen y digno de todos los premios de la virtud, pinta trazo a trazo a Jesucristo; el parecido es tan evidente, que todos los Padres lo han notado y en eso no es posible equivocarse. ¡Qué prejuicios, qué ceguera no hacen falta para atreverse a comparar al hijo de Sofronisco con el hijo de María! ¡Qué distancia entre uno y otro! Sócrates, al morir sin dolor y sin ignominia, mantuvo fácilmente hasta el final su personaje; si esta muerte fácil no hubiese honrado su vida, se dudaría si Sócrates, con todo su talento, fue otra cosa que un sofista. Él inventó—se dice— la moral, pero otros antes que él la habían puesto en práctica; no hizo otra cosa que decir lo que aquéllos habían hecho, se limitó a poner en lecciones sus ejemplos. Aristides había sido justo antes de que Sócrates dijese lo que es justicia; Leónidas había muerto por su país antes de que Sócrates hubiese convertido en un deber el amor a la patria; Esparta había sido sobria antes de que Sócrates hubiese alabado la sobriedad; antes de que él definiese la virtud, Grecia abundaba en hombres virtuosos. Pero ¿en qué lugar pudo Jesús aprender entre los suyos esa moral elevada y pura, de la cual Él mismo dio a la vez las lecciones y el ejemplo? Desde el seno del más furioso fanatismo se hizo escuchar la más alta sabiduría y la sencillez de las más heroicas virtudes honró al más vil de todos los pueblos. La muerte de Sócrates, filosofando tranquilamente con sus amigos, es la más dulce que se pueda desear; la de Jesús, expirando en medio de tormentos, injuriado, ridiculizado, maldito por todo un pueblo, es la más horrible que se pueda temer. Sócrates, al tomar la copa envenenada, bendijo a quien se la presentaba y que estaba llorando; Jesús, en medio de un suplicio tremendo, ruega por sus verdugos encarnizados. En efecto; si la vida y la muerte de Sócrates son de un sabio, la vida y la muerte de Jesús son de un Dios. ¿Se nos dirá que la historia del Evangelio ha sido inventada a discreción? Amigo mío, no es de ese modo como se inventa, y los hechos de Sócrates, de los que nadie duda, están menos atestiguados que los de Jesucristo. En el fondo, eso es aplazar la dificultad sin resolverla; sería mucho más impensable que muchos hombres de acuerdo hubiesen fabricado ese libro que el que uno solo haya ofrecido el tema. Jamás los autores judíos habrían encontrado ese tono ni esa moral, y el Evangelio tiene caracteres de verdad tan grandes, tan llamativos, tan perfectamente inimitables, que su inventor sería aún más admirable que su héroe. Con todo ello, ese mismo Evangelio está lleno de cosas increíbles, de cosas que repugnan a la razón y que a todo hombre sensato le resulta imposible concebir o aceptar. ¿Qué hacer en medio de estas contradicciones? Ser siempre modesto y circunspecto, hijo mío; respetar en silencio aquello que no se es capaz de rechazar ni comprender y humillarse ante el gran Ser que es el único que sabe la verdad.

He aquí el escepticismo involuntario en que he permanecido; pero tal escepticismo no es penoso, porque no se extiende a los puntos esenciales de la práctica y me encuentro muy seguro acerca de los principios de mis deberes. Sirvo a Dios en la simplicidad de mi corazón. Sólo intento saber lo que importa a mi conducta. En lo que toca a los dogmas que no influyen ni sobre las acciones ni sobre la moral y por los que tantos hombres se atormentan, no me preocupan en absoluto. Miro a todas las religiones particulares como otras tantas instituciones saludables que en cada país prescriben un modo uniforme de honrar a Dios por medio de un culto público y que, todas ellas, pueden tener sus justificaciones en el clima, en el gobierno, en el genio del pueblo o en alguna otra causa local que hace que una sea preferible a la otra, según los tiempos y los lugares. Las creo todas buenas siempre que en ellas se sirva a Dios de modo conveniente; el culto esencial es el del corazón. Dios no rechaza el homenaje, con tal que sea sincero, bajo cualquier forma que se le ofrezca. Llamado al servicio de la Iglesia en la que profeso, he cumplido con toda la exactitud posible las ocupaciones que me fueron asignadas y mi conciencia me remordería si faltase a ellas de modo voluntario en algún punto. [...]

Hijo mío, mantén tu alma en situación de desear siempre que haya un Dios, y jamás dudarás de Él. Por añadidura, cualquiera que sea el partido que puedas tomar, piensa que los verdaderos deberes de la religión son independientes de las instituciones de los hombres; que un corazón justo es el verdadero templo de la divinidad; que, en cualquier país y en cualquier secta, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo es el resumen de la ley; que no existe ninguna religión que dispense de los deberes de la moral; que no hay ninguno verdaderamente esencial fuera de éstos; que el culto interior es el primero de esos deberes y que sin la fe no se da ninguna verdadera virtud. [...]

Buen joven, sé sincero y veraz sin orgullo; aprende a ser ignorante; así no te engañarás ni a ti mismo ni a los demás. Si tus talentos te ponen alguna vez en situación de hablar a los hombres, no les hables más que según tu conciencia y no te sientas a disgusto si te aplauden. El abuso del saber produce la incredulidad.

Todo sabio desdeña el sentimiento vulgar; cada cual quiere tener el suyo propio. La orgullosa filosofía lleva al espíritu fuerte [esprit fort: «autosuficiente», libertino, ateo], del mismo modo que la ciega devoción conduce al fanatismo. Evita estos extremos. Permanece siempre firme en el camino de la verdad o de lo que te parezca serlo en la simplicidad de tu corazón; no te apartes jamás de ello por vanidad ni por debilidad. Atrévete a confesar a Dios entre los filósofos; atrévete a predicar la humanidad a los intolerantes. Quizá seas el único de tu partido, pero llevarás en ti mismo un testimonio que te permitirá pasarte sin el de los hombres. Te amen o te odien, lean tus escritos o los desprecien, eso no importa; di lo que es verdad, haz lo que es bueno; lo que importa es cumplir con el propio deber en la Tierra, y, olvidándose de uno mismo, es como se trabaja por la propia causa. Hijo mío, el interés particular nos engaña; sólo la esperanza del justo no engaña.

[Versión original: 1762]
Jean-Jacques Rousseau, Profesión de fe del vicario saboyano y otros escritos complementarios, Trotta, Madrid, 2007, párrafos de las pp. 130-133 y 137-138 (introducción, traducción y notas de Antonio Pintor-Ramos).

Fuente: BONETE PERALES, E: Filósofos ante Cristo

Ver también: La muerte de Sócrates: su último día de vida

Ver también LA SECCIÓN: LA MORT NO ÉS EL FINAL


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