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Ante el enigma de la muerte: razonabilidad de la respuesta cristiana

La respuesta cristiana: una explicación plausible de nuestro destino, una esperanza razonable de lo que va a ser de cada realidad personal

El ser humano puede aceptar las afirmaciones cristianas sobre el destino definitivo de cada persona, sin violentar su capaci­dad racional ni, por supuesto, sus aspiraciones más profundas.

Una respuesta estrechamente vinculada al testimonio histórico que determinadas personas (apóstoles y discípulos de Jesús de Nazaret), en unos años concretos y en luga­res determinados, proclamaron (sin miedo al martirio) ante miles de judíos y gentiles que aquel hombre torturado, asfixiado en una cruz, y sepultado en una fosa, está resucitado, ha sido rescatado de las garras de la muerte, ha vencido al «último enemigo».

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Por E. BONETE PERALES
Catedrático de Filosofía Moral en la universidad de Salamanca

Y aquí, en este punto, la respuesta cristiana ofrece una explicación plausible de nuestro destino, una esperanza razonable de lo que va a ser de cada realidad personal. Sin embargo, el contenido de esta esperanza no es del todo accesible a la pura inteligencia. Requiere de algo más: de la revelación, del espíritu de sabiduría, de que el mismo Dios, según expresión de San Pablo, ilumine «los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él...» (Ef. 1, 17-18).

Sí, es totalmente cierto que nuestro cuerpo, por la enfermedad, la vejez, y el proceso de morir, se va debilitando, desmoronando, declinando, apagando... Mas también es viable afirmar razonablemente, con esos «ojos del corazón», y no sólo con la razón científica, aquella esperanza que las palabras de Pablo de Tarso transmiten:

[...] quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él juntamente con vosotros [...]. Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles, son eternas. Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste [...]. ¡Sí!, los que estamos en esta tienda gemimos abrumados [...]. Así pues, siempre llenos de buen ánimo, sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión. Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso, bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle (2.a Cor. 4, 14-18. 5, 1-10).

El testimonio de una experiencia histórica

El ser humano, tras radicales preguntas que carecen de respuesta estrictamente científica, puede aceptar las afirmaciones cristianas sobre el destino definitivo de cada persona, sin violentar su capacidad racional ni, por supuesto, sus aspiraciones más profundas que afloran en las situaciones límite. Tal esperanza no está fundamentada en elucubraciones, ni en meros deseos psicológicos con los que se busca superar las frustraciones de la existencia. No. La respuesta a la pregunta kantiana «¿qué me cabe esperar?» (o, según la formulación de Zubiri, «¿qué va a ser de mí?»), está estrechamente vinculada al testimonio histórico que determinadas personas (apóstoles y discípulos de Jesús de Nazaret), en unos años concretos y en lugares determinados, proclamaron (sin miedo al martirio) ante miles de judíos y gentiles que aquel hombre torturado, asfixiado en una cruz, y sepultado en una fosa, está resucitado, ha sido rescatado de las garras de la muerte, ha vencido al «último enemigo». Con ello se confirma su divinidad, se nos desvela la deificación del ser humano, la vida inmortal para cada persona.

Algunos filósofos han afirmado, desde un punto de vista racional y empirista, la imposibilidad de que Cristo resucitase, volviese a la vida, tras su crucifixión, siendo aquella esperanza una mera invención o resultado de la frustración humana ante el ineludible morir. Sin embargo, no parece del todo coherente que se considere la fantasía de los amigos de Jesús, seres acobardados por el destino cruel de su Maestro, el origen de la invención de la resurrección de Cristo. Al parecer de algunos filósofos, debieron aquellos hombres experimentar algo «real» y palpable, totalmente nuevo, gracias a lo cual pudieron superar el miedo a la persecución y el martirio.

Y para profundizar en la respuesta de inspiración cristiana a la pregunta de Kant, quiero insistir en algo que me parece clave a la hora de justificar de modo razonable la esperanza por la que pregunta el filósofo. Su base y apoyo proviene de una experiencia histórica acontecida en lugares y tiempos bien conocidos, transmitida con lenguaje comprensible para nosotros hoy, gracias a una lengua genial y precisa como la griega.

Aquello que me cabe esperar a mí —y a ti—, proviene de un evento realmente inesperado, de un hecho «histórico», tan novedoso y potente que ha constituido el eje, el centro del devenir social, político y cultural de la civilización occidental.

Jesús de Nazaret, muerto en la cruz a las afueras de Jerusalén, hubiera quedado enterrado y olvidado por los siglos de escombros, como tantos miles de ajusticiados por el poder romano (de quienes no conocemos ni sus nombres). Nadie hoy sabría nada de la existencia de Jesús. Sin embargo, si hasta nosotros llegan sus palabras, sus obras, su forma de morir no es absurdo pensar que algo «extraño» debió acontecer tras la muerte de este judío. No se explican la difusión de su mensaje y la proclamación de la resurrección como mero deseo psicológico de unos pocos y acobardados amigos del nazareno.

Por qué un personaje como Jesús de Nazaret ha llegado hasta hoy

La filosofía también ha de preguntarse por qué un personaje como Jesús de Nazaret ha llegado hasta hoy con una fuerza cultural y religiosa tal que millones de personas en todo el mundo (todavía en el siglo XXI) se identifican como discípulos, seguidores, amantes de su persona y salvados por su obra redentora, que supera el tiempo y la muerte (o contra él, de modo insistente, construyen su tarea teórica y vital). Si somos intelectualmente honrados, hemos de reconocer que algo fuera de lo común ha acontecido en la historia de la humanidad en el marco de unos cuantos kilómetros cuadrados, que cabría interpretar —y así lo apuntan algunos textos— como una especie de «señal» de Dios, causa del universo y origen de la vida humana. He aquí la más excelsa esperanza que cabe mantener ante la pregunta kantiana: lo que aconteció en Jesús de Nazaret (la resurrección), acontecerá también en toda persona. Lo que esperan los cristianos no es reducible a fantasías, proyecciones, ilusiones, utopías, ideales, buenos deseos, etc., sino algo que pretende ser «real», otorgado por Dios mismo a los hombres tras la muerte, según lo manifestado en la resurrección de Jesucristo.

Bien es cierto que para el cristianismo la esperanza (como la fe y el amor) son dones concedidos por Dios a quienes, tras inquietantes preguntas existenciales sin respuestas puramente racionales, abren su mente y su corazón a una nueva realidad personal, Jesús de Nazaret, que estando vivo en Dios, acogiendo y trascendiendo la inteligencia y los anhelos del corazón humano, ofrece sentido a la existencia frágil, a la enfermedad, a la vejez, al sufrimiento y a la muerte de toda persona: «Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consi­go a quienes murieron en Jesús» (1.a Tes. 4, 13-14).

Resulta evidente que dependiendo de cuál sea la respuesta que se ofrezca a esta estructura mortal humana así será lo que pueda decirse del sentido de la vida. Si Jesús fue sólo un hombre o un profeta más, un sabio, un rabí, un maestro que enseñó un mensaje de vida y de amor, que murió en una cruz, que fue enterrado como tantos otros humanos, y que en la oscuridad del sepulcro se corrompió su cuerpo, ello comporta graves repercusiones para la comprensión de lo que es el hombre, de lo que nos espera tras el paso de unos años en este mundo.

Pero, si algo nuevo aconteció en Jesús, si en él estaba actuando Dios, ofreciendo «señales» a la humanidad; mejor dicho, si Dios estaba con él, si era su Palabra, el Logos personal, si en verdad resucitó de la muerte, como anunciaron y aseguraron testigos de sus apariciones, entonces, aquello que dijo e hizo, aquello que fue y aconteció en él y con él, proyecta una luz potente y original sobre las posibilidades de un futuro para cada persona allende la muerte.

Fuente: BONETE PERALES, E: Filósofos ante Cristo (Introducción)

Ver también la sección: JESÚS DE NAZARET


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