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Principio antrópico y el lugar del hombre en el Universo (y II)

¿Providencia, azar o multiuniverso?

Aunque la exposición que sigue en algunos momentos pueda resultar algo compleja, lo importante es quedarse con el mensaje general del conjunto del artículo: la posibilidad real de que el conjunto del cosmos tenga un fundamento y un sentido.

... dado que hay algo y no nada, y que este algo es un monumental hecho extraordinario, asombrosa y milagrosamente complejo tanto en lo infinitamente pequeño como en lo infinitamente grande, no puede menos que, en un acto de suma racionalidad y honestidad, postular un poder que fundamenta la posibilidad de lo real. “Los procesos naturales solos no pueden explicar el nivel excepcionalmente alto de diseño y de contenido de información en los organismos vivos o en la estructura del universo que hacen que la vida sea posible”.

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La naturaleza es matemática. Los científicos nos dicen que “las leyes de la ciencia, tal como las conocemos en la actualidad, contienen muchos números fundamentales, como el tamaño de la carga eléctrica del electrón y la proporción de las masas del protón y el electrón”. “El universo en el cual existimos se sostiene sobre leyes matemáticas.

Más que simples números

Desde los átomos y partículas menores, hasta las galaxias y cuerpos de estrellas; todos estos elementos cosmológicos se encuentran definidos por comportamientos matemáticos. “El hecho notable es que los valores de estos números parecen haber sido ajustados muy finamente para hacer posible el desarrollo de la vida”. “Todo parece indicar que los valores de muchas constantes y características del universo están ajustadas de forma muy precisa para que la vida haya sido posible”. Albert Einstein preguntó alguna vez: “¿Cómo es posible que las matemáticas, producto del pensamiento humano, independiente de la experiencia, se ajusten excelentemente a los objetos de la realidad?”.

Martin Rees (1942-), astrofísico británico, que ha estudiado el papel desempeñado por la materia oscura en la formación y propiedades de las galaxias, es un viejo partidario del principio antrópico. Hace casi tres décadas escribió un libro sobre el tema juntamente con el físico John R. Gribbin, donde se estudia las coincidencias de las relaciones numéricas entre magnitudes físicas que, si cambiasen harían imposible la vida basada en el carbono. En una obra más reciente se dedica a analizar seis números que representan las medidas de determinadas magnitudes y su valor hace que el universo sea como es. Una pequeña variación de cualquiera de esos valores habría producido un universo diferente en el que no tendríamos cabida. “Hay pocas leyes físicas fundamentales que establecen las reglas. Nuestro origen a partir de una simple explosión depende con gran precisión de los valores de seis números cósmicos. Si estos números no hubieran estado bien ajustados, el despliegue gradual de nuestras capas de complejidad se habría abortado.

Según Rees, hay tres posibles respuestas al surgimiento de esos números: la mera casualidad; la existencia de un Diseñador inteligente y la existencia de un multiverso. Él se inclina por esta última opción. Volveremos sobre este tema más adelante.

Hasta qué punto los números determinan la formación del universo, y la aparición de vida inteligente en él, lo resume de un modo magnífico el profesor de física teórica Antonio Fernández-Rañada: “Los núcleos de los átomos de oxígeno, carbono, calcio o hierro que forman nuestros cuerpos, o los que están por toda la tierra mineral o por la biosfera, han sido cocinados en enormes hornos termonucleares que están dentro de las estrellas. Las interacciones fuertes en los núcleos son así las mantenedoras de una ecología estelar y nuclear a la vez, en la que se sustenta la vida.

El rendimiento de esa doble ecología se mide por la fracción de la masa de los neutrones y protones que se transforma en energía al formar un núcleo de helio, según la conocida fórmula de Einstein E = mc 2. Esa fracción vale siete milésimas, 0,007, y sirve como medida de la intensidad de la interacción fuerte. Son siete milésimas que determinan cuánto viven las estrellas. ¿Qué pasaría si ese número fuese un poco distinto, digamos si valiese 0,008 o 0,006? Podría pensarse que las cosas no cambiarían mucho, simplemente que la evolución cósmica iría un poco más deprisa o quizá algo más despacio. Pero no es así: los cambios serían enormes, tanto que no habría podido nacer la vida. Si sólo valiese 0,006, el hidrógeno sería un combustible nuclear algo menos eficaz y las estrellas vivirían menos, pero el hecho crucial es que no se podría formar deuterio, pues la atracción entre el protón y el neutrón que forman su núcleo sería demasiado débil. La generación de núcleos agrupando sucesivamente nucleones se habría abortado antes de poder juntar a dos de ellos, al faltarle ese escalón necesario en el camino hacia los núcleos más pesados: las estrellas serían frías y no habría planetas rocosos como la Tierra. Si, por el contrario, ese número fuese igual a 0,008, las cosas se estropearían por el otro lado. La atracción entre los nucleones sería tan fuerte que no quedaría hidrógeno, todo él convertido en núcleos más pesados. No habría agua y a la química vital le faltarían elementos esenciales. No podría haber vida. Ese estrecho resquicio entre seis y ocho milésimas tiene la anchura conveniente y justa, la que permite singularmente que la atracción entre nucleones sea lo bastante intensa como para que se unan en núcleos, pero también lo bastante débil como para que queden muchos sin unirse a otros (en otro caso no habría hidrógeno), dos condiciones esenciales para la vida.

Crítica filosófica

El recientemente fallecido Jesús Mosterín (1941-2017), uno de los filósofos españoles con mejor formación matemática y científica, escribió una extensa y pormenorizada crítica del Principio antrópico, publicada en la revista Diálogos, de la Universidad de Puerto Rico, dominada toda ella por una evidente animosidad. Mosterín analiza los postulados científicos y matemáticos que iban a dar lugar al principio antrópico y su posterior desarrollo. Muy duro en su juicio, participa del sentimiento de muchos físicos que “sienten vergüenza ajena por la introducción de estos modos tan zafios de razonamiento en la ciencia”.

Burlonamente, y con su peculiar sentido del humor, afirma que el Principio antrópico ni es un principio ni tiene nada de antrópico, pues no hay nada específicamente humano o relativo a los humanos en el tipo de razonamiento al que alude. “También podría haberse llamado el principio conéjico o cucaráchico o incluso el principio de las piedras. No puede haber conejos o cucarachas o piedras sin que elementos químicos pesados hayan sido previamente formados en el interior de estrellas masivas y esparcidos luego en explosiones de supernovas. Pero hay conejos y cucarachas y piedras”.

¿Qué es lo que tanto molesta a Mosterín y a otros intelectuales como él respecto al principio antrópico? El innegable sabor teológico de las inferencias que se pueden extraer del principio antrópico, la existencia de un diseño o propósito en el Universo. Como bien dice John Maynard Smith, en relación al principio antrópico fuerte: “La interpretación más simple es que el Universo fue diseñado por un creador con la intención de que se desarrolle la vida inteligente”, lo cual, naturalmente, es una “interpretación que se queda fuera de la ciencia”. Este punto no se discute. El principio antrópico no postula ninguna teología, simplemente apunta a unas constantes matemáticas que pueden conducir a varias respuestas. No es “especulación numérica”, que juega a las “coincidencias”, es simple constatación de un hecho, al que llaman la atención científicos de distintas disciplinas:

“Las relaciones numéricas accidentales entre magnitudes tan distintas como las constantes de estructura fina de la gravedad y del electromagnetismo, o entre la intensidad de las fuerzas nucleares y las condiciones termodinámicas del Universo primitivo, sugieren que muchos de los sistemas conocidos del Universo son resultado de coincidencias extraordinariamente improbables [el subrayado es nuestro]”.

A Mosterín le parece impropio derivar de un argumento matemático o cosmológico razones para creencias religiosas. Le disgusta particularmente que pensadores cristianos se hayan sumado al principio antrópico para llevarlo a su terreno, incluso cuando lo expresen con todo respeto y lógica, como hace William Lane Craig: “Parece que estamos confrontados con dos alternativas: postular o bien un Diseñador cósmico o bien un número infinito y exhaustivamente aleatorio de otros mundos. Encarados con esas opciones, ¿no es el teísmo una elección tan racional como la multiplicidad de mundos?”

Es natural que los pensadores cristianos, algunos de ellos cosmólogos de formación y prestigio, saluden el principio antrópico como un jarro de agua fresca en medio de la aridez reductiva a la que ciencia había conducido el análisis de las cuestiones antropológicas. Y ahora, cuando la ciencia recupera un lugar privilegiado para el ser humano, no tiene nada de extraño que lo reciban como un toque de cordura y una posibilidad de integridad científica a la vez que humana.

Para Mosterín, que el físico Frank Tipler, co-autor con Barrow del libro clásico sobre el principio antrópico, crea, y trate de justificar científicamente la doctrina de resurrección del cuerpo, es una prueba de la pérdida de sentido en que se puede caer cuando se acepta el principio antrópico. Tipler mantiene que la vida se reduce al procesamiento de la información y que el alma es un programa del cerebro. El futuro supercomputador divino ejecutará el programa correspondiente a cada ser humano que haya vivido en el pasado, con lo cual este resucitará y volverá a tener las impresiones y memorias que tuvo antes de morir.

La teología no pretende demostrar científicamente su fe —entiende perfectamente que una cosa es la física y otra la metafísica—, pero tampoco quiere dar la impresión de que sus postulados son irracionales o contra la razón. Como creyente está habituado a preguntarse por cuestiones últimas, que caen fuera de la pura ciencia, pero no de la necesidad humana de cuestionarse sobre lo que le rodea y deducir conclusiones de los datos que pueda aportar la ciencia sobre el origen de la vida, de la inteligencia y del lugar del hombre en el cosmos. Hasta Fred Hoyle, que nunca manifestó ninguna simpatía por las creencias religiosas, sino todo lo contrario, cuando a principios de la década de 1980 descubrió que era necesario un ajuste increíblemente fino de los estados de energías de base del núcleo para el helio, el berilio, el carbono y el oxígeno para que exista cualquier tipo de vida, concluyó que “un súper-intelecto ha estado ‘jugando’ con la física, además de la química y la biología”.

No creemos que rompa ninguna ley científica ni suponga ninguna defensa del oscurantismo, inferir, como hace el astrónomo y creyente Hugh Ross cuando resume su análisis del análisis fino del universo y del principio antrópico, diciendo:

“A lo largo del tiempo y a medida que destrabamos más de los secretos del vasto cosmos, los hombres y mujeres estarán más sobrecogidos por cuán exquisitamente está diseñado el universo. Pero ¿a qué estará dirigido ese sobrecogimiento: a la cosa creada o al Creador? Esa es la elección de cada persona”.

¿Por qué principio antrópico y no principio cucaráchico como ironiza Jesús Mosterín? Mosterín sabe perfectamente que el principio antrópico se divide en dos versiones: una débil y otra fuerte.

El primero (débil), aceptado por todos los cosmólogos, dice que las cosas en la Tierra son como son, porque en el universo fueron como fueron. Y si no hubieran sido como fueron, nosotros no existiríamos. “Aquello que es factible observar está delimitado por las condiciones necesarias para nuestra presencia como observadores” (B. Carter). Tal como lo enuncian Barrow y Tipler:

“Los valores observados de todas las magnitudes físicas y cosmológicas no son igualmente probables. Por el contrario, tales magnitudes asumen valores específicos para satisfacer el requisito de que existan lugares donde se pueda desarrollar la vida basada en el carbono y el requisito de que el universo sea lo suficientemente viejo como para que esto ya haya sucedido”. Para ellos, este es “uno de los más importantes y bien fundados principios de la ciencia”.

La versión fuerte, según Carter, dice que “el Universo ha de ser tal manera que admita en su seno la creación de observadores en alguna de sus fases”. Representa un cambio radical respecto al concepto clásico de explicación científica. Afirma que el universo está pensado para ser habitado y que tanto las leyes de la física como las condiciones iniciales están dispuestas de tal forma que quede asegurada la aparición de organismos vivos, lo cual se parece mucho a la explicación teológica que dice que Dios hizo el mundo para que fuera habitado por la humanidad.

Esta versión fuerte parte de la base de la filosofía positivista que dice que “ser es ser observado”. “No existe el fenómeno si no hay un observador”, decía uno de los padres de la física cuántica, el danés N. Böhr, en reacción a las ciencias físicas de su época que habían pasado por alto al “observador”. Para observar consciente y reflexivamente hace falta una inteligencia contemplativa de la que creemos que carecen las cucarachas, o las gardenias, o los petirrojos. Según Carter, “la existencia de un organismo describible como observador solo es posible en ciertas combinaciones muy determinadas de los parámetros”. Carter dejó claro que el principio antrópico no estaba especialmente relacionado con el anthropos, sino con el observador.

Extendiendo los principios de la mecánica cuántica a nivel cosmológico, John A. Wheeler formuló una versión del principio antrópico llamada “participatoria” según la cual el universo mismo no existe independientemente del observador. "Más allá de las partículas, de los campos de fuerza, de la geometría, del espacio y del tiempo, está el último elemento constitutivo de todo ello, el acto todavía más sutil del observador que participa”. No es este el lugar para entrar en la polémica de enunciados como “sin observador no existen leyes físicas”, o que el observador es también un “participante” que en su exploración del universo da existencia a lo que observa. Se han escrito miles de páginas al respecto, con un alto nivel científico que supera con mucho nuestra capacidad de comprensión, baste saber por qué Carter, Barrow y Tipler hablan del principio antrópico, y no de cualquier otro.

De la tautología al multiverso

La objeción principal contra el principio antrópico es su naturaleza tautológica. Es como decir: “solo existe lo que puede existir”. Sin embargo, la aparente trivialidad del principio antrópico no implica necesariamente que sea inválido, aunque tautológico. Giuseppe Tanzella-Nitti ha escrito que las expresiones lógicas o matemáticas son también tautológicas en el momento en que aceptan un conjunto de axiomas y principios indemostrables, aunque dejan de ser tautológicos cuando en el avance del conocimiento se descubren relaciones, constantes, reglas, según las cuales deben relacionarse los elementos de ese conjunto de axiomas o principios indemostrables.

Ahora viene el problema fuerte. Algo está pasando sin duda en nuestra comprensión del Universo. Como dice Paul Davies, “parece haber un principio oculto que organiza el Cosmos de una manera coherente”. ¿Cómo, si no, podemos explicar que la energía de expansión del Universo no solo se ajusta a su poder gravitatorio para asegurar la supervivencia al menos 1060 veces mayor que su ciclo de tiempo natural, sino que se ajusta por igual en todas partes, incluso en regiones del espacio desconectadas causalmente?

Durante siglos, el pensamiento occidental ha venido afirmando que no hay nada excepcional en el hombre ni el planeta que habita. Ahora bien, el hecho que estemos viviendo sobre una superficie sólida, cuando la mayor parte del material del Universo está en forma de tenues nubes gaseosas o de bolas de plasma caliente, y el hecho de que estemos situados cerca de una estrella estable, cuando muchas estrellas tienen un comportamiento errático o están agrupadas en sistemas múltiples que no son aptos para tener planetas estables, no es ninguna nimiedad ni coincidencia.

La vida, según cualquier definición, supone un alto grado de complejidad y de orden que tiene ciertos prerrequisitos. Los detalles de la estructura nuclear son inmensamente complicados, pero en último término la situación de las resonancias nucleares depende de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, en especial de la fuerza nuclear fuerte y de la fuerza electromagnética. Si las magnitudes de estas fuerzas no estuvieran elegidas cuidadosamente, la disposición fortuita de las resonancias en el carbono (C12) y el oxígeno (O16) no se habría producido la vida, al menos su variedad terrestre, habría sido infinitamente menos probable.

El principio antrópico no solo ha vuelto a poner al ser humano como el centro del Universo, un Universo, por cierto, extremadamente improbable, cuya explicación introduce en el mundo de la reflexión científica palabras tales como “coincidencia”, “extraordinario”, “milagroso” y hasta el mismo vocablo “creación”. ¿Nos remite esto a la creencia bíblica de que una inteligencia superior (Dios) creó el Universo, y particularmente la Tierra, como una morada ideal de la raza humana? Esta es una frontera que la ciencia no puede cruzar. ¿Cuál, entonces, sería la respuesta más adecuada? No parece que la haya, al menos todavía.

Para un buen número de científicos, comenzando por Brandon Carter, padre del principio antrópico, piensan en la existencia de un conjunto innumerables universos, cada uno de los cuales pueden tener distintas combinaciones de leyes y valores de las constantes fundamentales y de las condiciones iniciales, de manera que en uno o unos pocos de ellos la combinación “improbable” de estos números sea posible, suponiendo infinitas combinaciones, y nuestro Universo es una de esas pocas combinaciones posibles, por improbable que sea, sin necesidad de inteligencia creadora alguna.

Sin embargo, a día de hoy, la explicación del multiverso no es más que una especulación teórica sin ningún soporte observacional evidente. Paul Davies se pregunta: “¿Somos realmente capaces de creer que hay un número ilimitado de universos creados, pero nunca observados, que no sirven otro propósito que asegurar que en alguno de ellos tendrá lugar el accidente cognoscitivo? Invocar un número infinito de universos inútiles para explicar las coincidencias parece que es llevar las cosas demasiado lejos”.

¿A qué conclusión, pues, podemos llegar?

Para el mismo Davies, las alternativas de un Universo creado deliberadamente para ser habitado, o un Universo cuya estructura es tan especial que es un puro milagro, también están sujetas al desafío filosófico. Davies considera más prudente esperar que futuros avances nos proporcionen una explicación de las coincidencias numéricas que se base en la física y no en la biología, antes de dar una respuesta definitiva. Con todo, Davies hace esta notable reflexión, con la que concluye su obra:

No dejará de ser extraordinario que la física básica haya sido organizada de manera tan propicia para la vida. Tanto si las leyes de la naturaleza determinan las coincidencias como si no, el hecho de que estas relaciones sean necesarias para nuestra existencia es indiscutiblemente uno de los descubrimientos más fascinantes de la ciencia moderna”.

El teólogo entiende la precaución y previsión del científico, pero dado que hay algo y no nada, y que este algo es un monumental hecho extraordinario, asombrosa y milagrosamente complejo tanto en lo infinitamente pequeño como en lo infinitamente grande, no puede menos que, en un acto de suma racionalidad y honestidad, postular un poder que fundamenta la posibilidad de lo real. “Los procesos naturales solos no pueden explicar el nivel excepcionalmente alto de diseño y de contenido de información en los organismos vivos o en la estructura del universo que hacen que la vida sea posible”.

Invocar el puro azar, absolutamente libre y casual como la raíz del estupendo pero improbable edificio del Universo y de la vida en él, ignorando o pasando por alto, que el azar no representa fuerza física alguna, ni es medible en un experimento ni puede introducirse en una ecuación. El azar no es realmente una explicación, ha aclarado Manuel Carreira en diversos contextos, sino una admisión de que no hay conexión lógica entre sucesos independientes que consideramos en una relación imprevista. Como afirma Freeman Dyson (1923-), uno de los grandes físicos teóricos vivos que contribuyó decisivamente al desarrollo de la electrodinámica cuántica: “Es cierto que surgimos en el universo por azar, pero la idea de azar en sí misma es solo una tapadera para nuestra ignorancia. Cuanto más examino el universo y estudio los detalles de su arquitectura, más evidencia encuentro de que el universo en algún sentido tiene que haber sabido que nosotros estábamos llegando”.

Desde un punto de vista filosófico la afirmación de que el azar es la única explicación última del universo, “cae en la paradoja de afirmar una contingencia ilimitada, la del universo, y, sin embargo, hacer de ella una afirmación absoluta. Se hace del azar el principio último de explicación de la totalidad e, inconsecuentemente, se acusa a los teístas de que todo lo refieren a Dios como principio último. El azar dejaría de ser una afirmación sobre la contingencia y se convertiría en el fundamento o principio que siempre han buscado los sistemas metafísicos anti teístas”.

Llegados a este punto, no podemos poner a Dios como hipótesis tapagujeros de las lagunas de nuestro conocimiento actual, y menos ese Dios prestidigitador que con un chasquido de dedos o con una palabra mágica hace que las cosas aparezcan de repente, pero cuando consideramos la singularidad de la creación del universo, con un conjunto de leyes que parecen “haber sido dictadas originalmente por Dios”; la excepcional aparición de la vida en nuestro planeta y del hombre en él, nos hace reflexionar filosóficamente hasta el punto de postular la existencia de un agente que ya desde el primer momento ha ajustado el universo con la finalidad de que su evolución lleve a condiciones compatibles con la vida y su desarrollo hasta el máximo nivel de la vida inteligente. El universo parece hecho a la medida del hombre, quizá porque realmente ha sido propiamente hecho para el hombre. Es un pensamiento que parece rayar la soberbia egocéntrica del ser humano, pero a la vez es un dato innegable que arroja la ciencia moderna, no para endiosar al hombre sino para mostrar la trascendental importancia de su existencia, la cual le ha sido dada por un poder sumamente inteligente, en el que todo lo que existe se halla incardinado como en una fuerza básica e impelente.

La especificidad antrópica de nuestro mundo no supone un argumento lógicamente coercitivo a favor de la creencia en Dios, razona comedidamente John Polkinghorne. Es decir, Dios no se nos impone con una evidencia científica tal que “que nadie más que un idiota pudiera rechazar”, pero supone una “reveladora contribución a un caso acumulativo para el teísmo, tomada como la mejor explicación posible de la naturaleza del mundo en el que vivimos”.

La ciencia no prueba la existencia de Dios creador, coincide en decir por su parte Manuel Carreira, pero sienta las bases para un raciocinio metafísico que lleva lógicamente a Él. “Y no es éste un concepto abstracto de una «totalidad cósmica» o una «naturaleza» personificada en forma mitológica, ni tampoco un Dios que crea como un ejercicio banal de su potencia y no se preocupa del hombre, sino un Dios personal, inteligente y libre, cuyo crear es, en última instancia, un acto de benevolencia y amor, que no impone la actividad creativa, pero es razón suficiente de ella: el bien tiende a comunicarse a otros”.

Fuente: Renovación nº 85

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